ESCRITO EN EL CIELO
por Jesús Cortés



En cualquiera de las grandes películas de Raffaello Matarazzo y en cada uno de los abundantes giros o recodos de sus argumentos, que no son pocos ni fáciles de recordar en cuanto se empieza a agrandar la distancia temporal que nos separa del último visionado, resplandecen una serie de constantes cinematográficas no demasiado cambiantes, tampoco demasiado llamativas.

La claridad, la precisión y la densidad libre de retórica, siempre presentes por muy folletinescos que sean sus argumentos, caminan en pos de algo que podría llamarse – sin sombra de paradoja – una perfección modesta, sin ambiciones transcendentales.

Abordando en tantas ocasiones como lo hizo en sus mejores años un género tan afín a las inflexiones plásticas como el melodrama, una mirada como la suya podría pensarse que tiene un claro límite, una barrera natural insalvable que debe superarse sea cual sea el tono en que se invita a seguir contemplando una obra al espectador: la tendencia habitual – que sigue siendo en esencia la misma, de quienes asistieron a sus estrenos o ahora de nosotros – de no poder evitar adelantarnos constantemente a los acontecimientos que nos son narrados y generar hipótesis sobre lo que sucederá.

No se trata tanto de que el discurrir irreprochable de un film sea contraproducente para mantener la atención del espectador como de que prime siempre el respeto a su inteligencia, extremo que explicaría por qué de entre las numerosas fórmulas que han combatido esa inclinación, con el objetivo de no dejarse anticipar por la velocidad de pensamiento de quien contempla una obra, las más perennes han sido las más comprensibles.

La inventiva sardónica concentrada en comedias tiene más eficacia y recorrido cuanto menos dependa del gag, cuanto más sensata y lógica. También resulta llamativo que el proverbial maestro de la variante más física del drama, el suspense, Alfred Hitchcock, en cuanto alcanzó su máxima potencia creativa, siempre recurriese a las más elementales de entre las posibles caracterizaciones de la puesta en escena – las de punto de vista y las cromáticas –, prescindiendo de las que evidenciaban la voluntad de marcar una línea que debían traspasar los espectadores, como son las de entonación y movimiento de actores, las alteraciones del orden narrativo o las voces en off, omniscientes o deliberadamente crípticas.

Matarazzo, prolijo y sereno, casi siempre trabajando en formato cuadrado y en blanco y negro, sin opulencias de ambiente o situaciones, es uno de los ejemplos más puros de personalidad cinematográfica predecible y resultados apasionantes, sobre todo en sus variaciones sobre el melodrama, donde fue capaz de generar un suspense emocional permanente, no más tenue que el alimentado por el frío de las armas o el miedo, auténtica y creciente incertidumbre sobre cuanto ocurrirá a sus héroes, hazaña sólo posible si además de la eficacia resultado del ejercicio de su oficio, tuvo la capacidad de inventiva necesaria para presentar siempre como nuevas a las muchas repeticiones y las pocas contradicciones que pueblan su puesta en escena.

Esos héroes son no pocas veces más admirables y más ejemplares que en manos de cualquier otro cineasta, a pesar de que las pruebas que deban superar no requieran de grandes poderes ni habilidades sobrenaturales, más bien de paciencia, fe, entereza y memoria.

Suspense emocional decía el que se cierne sobre las cabezas de sus estrellas (Yvonne Sanson, Amedeo Nazzari, Silvana Pampanini, Massimo Girotti, Lea Padovani o Andrea Checchi entre los habituales), pero suspense en suma, por lo que abundan lógicamente en su cine los villanos digamos sentimentales, no de los que acostumbran a maquinar grandes golpes ni crímenes, más bien canallas sobrevenidos, “sin experiencia previa”, quizá latentes hasta que comienza la historia y no por ello menos osados o más titubeantes.

El Folco Lulli de I figli di nessuno (Los hijos de nadie, 1951), la Tina Lattanzi de Tormento (1950) o el Franco Fabrizi de La schiava del peccato (La esclava del pecado, 1954) se encuentran entre los caracteres más abominables que ha dado el cine, personajes ofuscados que tratan de que prenda otra realidad – más turbia, más fea, más ingrata, menos idealista – y las desgracias que tengan que venir, en el limpio pensamiento de nuestros protagonistas, a los que Matarazzo nunca presenta como ingenuos, pero sí con una franqueza y una determinación tales que parecen no contar con las zancadillas que llegarán de los maledicentes, los envidiosos o los embaucadores.

A poco que falten o no se hagan notar estos últimos, las películas suelen instalarse en un ritmo pausado, doméstico y ligero, cumpliendo cada personaje con la edad de la vida que le corresponde, sin que se perciba que se trata de escenificar la normalidad discreta – con acento, cierto es, en los buenos momentos, los que vale la pena recordar, sin gestos extraordinarios – como idílica y artificial, un “ojo de huracán” para descanso de espectadores, evitando así Matarazzo que la audiencia tome la delantera a los personajes, que los perciba a la espera de volver a estar en un brete.

Cuando arrecia la tormenta, llueve como nunca y de resultas pocas historias de las que contó se libran de encontronazos con la justicia, cárceles o juicios, impensables cuando arranca la peripecia y por ello de un peso abrumador para los penados, sobre los que cae a plomo, inmisericorde, la consecuencia de un error, un mal paso o un engaño. Saldrán de ellos cambiados y con menos opciones, pero nunca destruidos, ya que significativamente el tiempo que deban pasar privados de libertad o desterrados, nunca es el final de la historia y a menudo constituye su centro, detalle que habla aún más a las claras de la relación de Matarazzo con sus personajes, a los que nunca fía a un destino del que se pueda desentender.

En buena medida, como recompensa a esa disposición a acatar el reparto natural del azar, con la misma fuerza que el mal fario, podrán llegar a sus películas las casualidades más felices, se repetirán incluso escenarios en busca de una mejor solución y hasta la más desoladora de las conclusiones (I figli di nessuno; costaría encontrar una clausura más negra en toda la historia del cine) podrá quedar, en lo posible, redimida (L’angelo bianco [El ángel blanco, 1955], su intrincada y alucinante continuación).

Una de esas grandes alegrías o bendiciones en su cine, quizá la mayor de todas, son los hijos, llegados a menudo no en las mejores circunstancias económicas o personales, siempre queridos aunque no sean ni siquiera propios y nunca resultando colaterales ni mucho menos residuales a lo que pueda suceder entre los adultos. Que tal hecho pueda entenderse como conservador o “bíblicamente correcto” no sé si posiciona inequívocamente a Matarazzo en algún ámbito, pero sin duda, cinematográficamente, acerca sus películas a tantas de Leo McCarey, John Ford o Frank Borzage, como quizá no lo hayan hecho las de ningún otro cineasta surgido en el sonoro.

Serán bebés o niños eximidos de encarnar la metáfora poco imaginativa (la inocencia, el futuro) que suele adjudicarles el melodrama. Importantes, verdaderamente cardinales hasta en los más indolentes arrebatos, como los de Torna! (Vuelve a mi vida, 1954) – una de sus contadas obras en color y también de las más desaforadas – o cuando parezcan un mero peaje, como en Vortice (Odio, amor y castigo, 1954). Cuando crezcan, sobre ellos montará Matarazzo tramas como las de La risaia (La arrocera, 1955-1956) o La schiava del peccato, sin derivar ni adaptar elementos de sus historias de amantes o matrimonios, con otro punto de vista, más triste y descreído, con un aire irremediable. Para los adultos de esas historias, lo que importaba, ya se vivió.

En cualquier caso, el mundo que salía en sus obras contemporáneas (y en esto también se parece Matarazzo a los antes mencionados y a otros gigantes, curiosa casualidad) no existe ya, no precisamente porque hayamos dejado atrás el egoísmo y la mentira, sino porque lógicamente han transcurrido muchas décadas desde entonces. A muchos incluso les gustará creer que se trata de una época que hemos “superado”, que sólo serían posible ahora tales historias en países de los que solemos denominar “en vías de desarrollo”, lugares donde quizá aún estén bien vigentes elementos de todo tipo y ascendencia como el honor, la honra, el patriarcado, los celos o el clasismo, consustanciales a un tipo de sociedad desde la que hemos “evolucionado”.

Mucho desde luego se ha alterado un concepto como el de la fidelidad, la que se profesa a quien se quiere y a lo que se soñó, un bastión que resiste en sus películas de una manera a veces “poco razonable”, sin esperanzas, recónditamente hasta cuando se habla y se actúa para tratar de olvidar. La relación que tengamos establecida con esa máxima (y me refiero a una posición vital, que contiene a la cinematográfica), condicionará en gran medida el aprecio por la estructura “empecinada” de su cine, donde de ninguna preocupación se desembarazan los protagonistas con facilidad y donde las puertas nuevas que se abren para cambiar radicalmente de vida, a menudo hacia una existencia más autónoma o más cómoda, pronto conducirán hacia nuevos contratiempos en los que quedará comprometida la conciencia y el porvenir, súbita e inaplazablemente.

Si no se toma parte o no se está dispuesto a mirar las películas de Matarazzo desde la tensión necesaria para tratar de discernir cómo es el resultado en pantalla del planteamiento de cada una de esas, en apariencia, nada impresionantes escenas a vueltas con tal obstinación y, más aún, si se encalla en la exposición moral – granítica – abierta ante nuestros ojos, quizá no valga la pena, ni por nosotros ni por las mismas películas, que nos molestemos en seguir adelante, sólo movidos por un (en cualquiera de sus acepciones) vago interés histórico o sociológico.

Quizá por estas dificultades, las tentativas, empezando por la emprendida por el siempre en entredicho Jacques Lourcelles, de presentarlo como un “nuevo maestro”, sin revelar con ello ningún encubierto torrente estilístico que hubiese corrido paralelo al sobrio aspecto de sus fotogramas o alguna inadvertida conexión con cineastas o movimientos asentados críticamente como rebeldes o modernos, estuvieron y estarán condenadas al fracaso si, de nuevo, faltan a la cita las premisas del párrafo anterior o acuden sin naturalidad, no apareciendo el placer y el afecto que, por otra parte, fácilmente pueden convocar sus películas, aún tan absorbentes como en sus años dorados, cuando fueron disfrutadas y sentidas por muchos miles de espectadores.

Por supuesto no todo está al mismo nivel en el cine de Matarazzo, que tardó en encontrar su mejor terreno, el del melodrama, que disfrutó de una época relativamente breve donde se concentran muchas de sus mejores obras y que tiene además un balance entre comedias y melodramas – los dos géneros que casi en exclusiva cultivó – menos equilibrado que otros cineastas habitualmente calificados como “doblemente especialistas” en ellos (y de los que se suelen ser mirar como raras y hasta excéntricas las incursiones en otros terrenos) como McCarey, Cukor, Borzage, Barnet, Capra, Leisen, Stahl, De Sica o Minnelli, estando decantada la balanza hacia el cine dramático que se queda “la parte del león” de su carrera, lo cual no debería ser obstáculo para volver a proclamarlo – sin esperar eco alguno – el mejor cineasta que ha dado Italia junto a Roberto Rossellini y Vittorio Cottafavi, opinión que supongo que puede tener tanto de escandalosa como el desprecio al que ha sido sometido su obra.

La mala o la poca reputación de, incluso, sus obras más conocidas – a veces alzadas sólo considerando su éxito en taquilla, taxidérmicamente y por descontado advirtiendo del uso de una distinta vara de medir: era un cine de posguerra, era un cine aupado por un público entregado a sentimentalismos... justificaciones nunca han faltado – sin duda perjudica todavía más a las que permanecen alejadas de ellas en el tiempo o se han visto muy poco – el caso más grave, sin duda su sublime obra final Amore mio (Amor mío, 1964) –, que son muchas en una carrera de más de 30 años de los cuales sólo en un lustro acumuló un cierto prestigio, poco exportable.

En sus mejores años, los que van desde el estreno de la seminal Catene (Cadenas invisibles) en 1949, hasta mediados de la década siguiente, viaja a las entrañas de un cine popular libre de muchos tópicos (sin mammas ni espagueti, sin Calcio ni Camorra) y parco en caras conocidas (empleó una sola vez a Marcello Mastroianni o Vittorio De Sica pero nunca a intérpretes tan emblemáticos como Totò, Sophia Loren, Alberto Sordi, Claudia Cardinale, Ugo Tognazzi, Anna Magnani, Vittorio Gassman, Gina Lollobrigida, Nino Manfredi, Lucia Bosé, Aldo Fabrizi, Silvana Mangano, Fosco Giachetti, Alida Valli, Rossano Brazzi, Isa Miranda o Renato Salvatori), un cine respetuoso con localismos de los que no saca partido para justificar conductas y por ello muy “suelto” cuando cambia de época o de país, un cine que siempre mira antes a las universales pulsiones humanas que a los marcos y los fondos.


La felicidad en fuga


Uno de los elementos que más llaman la atención en el suspense matarazziano es el orden, la escrupulosa disposición de sus piezas.

Nada externo parece haber sido insuflado a sus historias, ya sean cómicas o dramáticas, contadas en flashback o no, que se despliegan sin énfasis pese a los múltiples y aparentes puntos y finales que transitan, con las cartas boca arriba y ningún as en la manga, en una mayoría de planos medios, engarzados casi siempre por el gran montador del cine italiano, Mario Serandrei.

Pasado y presente apuran sus opciones de ser decisivos para el futuro de los personajes, mientras la dirección de Matarazzo parece “calmar” a ambos, haciéndolos hablar, a veces con palabras insoportables, que de todas formas deben ser escuchadas para poder limpiar el camino que queda por delante.

Ese futuro es la dicha o quizá sólo la contemplación desde otro lugar distinto de lo acontecido, ya con la libertad de no tener que volver atrás. La carrera continua, la persecución de ese fin, es lo que filma Matarazzo, un poco como alternativa a lo que dijo Cocteau que el cine inevitablemente siempre hacía respecto a la antítesis del tema matarazziano – y no será porque la niega o la evita: en realidad la ronda, la presiente y la deja venir como a cualquiera de las circunstancias inevitables – la muerte.

El hecho de que se atrape o se deje escapar finalmente esa felicidad no hace muchas distinciones entre sus películas, ni sirve de justificación tampoco para dar por bueno el sufrimiento o la serie de equívocos que deben superar los personajes.

De entre sus obras dramáticas no hay diferencias de planteamiento ni de desarrollo entre las finalmente trágicas y las victoriosas. Las conclusiones más tristes – I figli di nessuno, La schiava del peccato – o las más plenas – L’intrusa (La intrusa, 1956), Chi è senza peccato.... (Quien esté libre de culpa…, 1952) – podrían ser intercambiables porque lo que permanece es el recorrido; al faltar una entonación que anticipe el carácter final de sus películas, sólo queda un espíritu, una vocación por concatenar las mil y una vicisitudes de la vida corriente, por huir de la decadencia. En realidad, hasta las que más claramente parten de una situación en la que nada obliga a tomar riesgos – por ejemplo una de las varias “españolas” que dirigió, Malinconico autunno (Café de puerto, 1958) – al poco se enredan y en algún momento habrá que apostar todo para conseguir un logro, con lo que la conquista última, si se alcanza, será merecida, un alivio aunque signifique gran fortuna, porque justo un paso antes podía haberse derrumbado todo y no hubiese quedado ni tiempo para arrepentimientos.

Los films en los que aflora un lado más físico en la narrativa y por tanto los más cercanos a tomar ese recorrido por una aventura o los que viajan sobre un torbellino de sucesos históricos, en todo caso los que se ven arrastrados por circunstancias “mayores”, no son muchos en la filmografía de Matarazzo, pero sí varios de los más importantes para conocerlo bien, como atestiguan no tanto la semi-afamada La nave delle donne maledette (Mercado de mujeres, 1953) – que fue quizá el único intento por “subirlo de nivel” acometido, sobre todo, por los críticos de la revista Positif, a costa de presentarlo como lo que creo nunca fue: un barroco – y sí las muy superiores Guai ai vinti (Ay de los vencidos, 1954) o Paolo e Francesca de 1950.

No procura en esas películas Matarazzo “poner en valor” la trepidación de la peripecia, queriendo contagiar un disfrute a cubierto de la crudeza, del realismo de cuanto sucede para suscitar la complicidad y comodidad del espectador, seguro de que todo saldrá bien. Son films serios, nada sesgados. Es interesante ese carácter no porque sirva para probar una adhesión inequívoca de su estilo a otro tipo de películas menos “ligeras”, sino porque proporciona una pista para entender sus melodramas más sufridos, donde aplica el mismo principio, el de no hacer “un aparte” con el espectador y permitir que se identifique con un punto de vista ajeno a cuanto sucede. De nuevo el orden y la propiedad de la narrativa, de nuevo ese cine “de lágrimas” donde se sincronizan de manera asombrosa las emociones con las de los personajes.


Satélites


El hecho de que no haya probablemente ninguna comedia de Matarazzo entre las mejores películas que hizo – sobre todo si reducimos ese grupo a cinco o diez obras – y que por tanto sea muy raro ver su nombre destacado junto a los compatriotas que llevaron el género en Italia a un nivel memorable en los años que él estuvo activo (los Monicelli, Zampa, Comencini, Germi, Risi...), no debería hacer olvidar a un grupo de películas relativamente abundante durante la primera etapa de su carrera y a un terreno en que se sentía a gusto y al que volvió en sus últimos años, pasado el ciclo de melodramas propiciado por el inopinado éxito de Catene y cuando había alcanzado una posición en la que tuvo más poder de decisión sobre qué hacer.

Al poco de su debut con la impresionista Treno popolare (Tren popular, 1933) y hasta su penúltima obra, Adultero lui, adultera lei (1963), el sentido de la marcha es el acostumbrado en tantos grandes maestros de cualquier latitud que atravesaron estas décadas de oro buscando el arquetipo ideal del divertimento: en la juventud, las películas sobre mayores y en la vejez, las de jóvenes.

Falta, como apuntaba antes, el enganche, esa película que hace automáticamente buscar otras, ampliar el radio de interés una vez se haya estimado su obra dramática o, por qué no, al mismo tiempo de disfrutar con ella.

Lo más lógico sería rebuscar donde más hay, en los años 30 y 40 de sus primeras obras, pero la que quizá mejor podría cumplir esa función es una película un poco tardía en su carrera para los espectadores que lo venían siguiendo – apenas le faltaban por hacer tres films más y los más recordados eran como poco de un lustro antes – pero adecuada para los que nos vemos impelidos a ver su obra en retrospectiva, rara vez en orden, a la suerte de las copias halladas y el dominio de idiomas que se tenga.

En efecto, la encantadora Cerasella de 1959, tan genuinamente napolitana como emparentable con muchas contemporáneas de Billy Wilder o Richard Quine y deudora de la obra de tantos directores británicos que trabajaron para los Estudios Ealing, fluye tan naturalmente como si Matarazzo no hubiese hecho otro tipo de películas en su vida.

Es buen punto de apoyo sobre todo porque sin ser claramente mejor que la muy anterior Giorno di nozze (1942), Matarazzo ha cambiado, se ha enriquecido su cine. Después de transitar numerosísimas situaciones adversas en los años precedentes, le resulta más natural barajar estos personajes ideales para la comedia, supongo que ancestrales, aristotélicos tal vez, siempre con una sonrisa y la imaginación presta a actuar les ocurra lo que les ocurra, los mismos que pueblan las obras finales de los grandes cineastas cómicos.

Lo que en los años 30 eran conflictos morales y personales doblados por la comicidad, son ahora asuntos secundarios, molestos contratiempos a lo sumo, para personajes que tienen claro qué quieren, quiénes son o por qué no encajan.

Cerasella desde luego es mucho menos excéntrica dentro de su obra que obras claustrofóbicas y turbias como L’anonima Roylott del 36 o L’albergo degli assenti de 1939, sometidas a una presión artificial de la que carecen por completo sus melodramas por mucha desazón que lleguemos a compartir con sus personajes y su serie de desdichas.

Todo cuanto en ella acontece se puede solucionar dialécticamente y a poco que haya la armonía necesaria.


Cara a cara


De esa vuelta a las comedias y al contacto con la actualidad del género, que ya poco tenía que ver con el que conoció en tiempos, Raffaello Matarazzo sólo obtuvo reveses, consecutivos pese a las concesiones y “modernizaciones” hechas en esa época de debacle de géneros y florecimiento de cinematografías de finales de los años 50 y principios de los 60. Se quedó a solas con su inseguridad, con sus manías, con su proverbial ensimismamiento y por si aún fuera poco, también económicamente maltrecho y con sus problemas de corazón agravados.

Por alguna de esas razones o quizá por todas, era bastante consciente de que iba a concluir su carrera con Amore mio, una pequeña producción al margen del cine del que Italia se enorgullecía y que no es extraño que no llegase a Roma y sólo fuese estrenada en provincias. Lógicamente por el escaso alcance que se le permitió, tampoco conoció el menor éxito y permanece desde entonces inédita en todas partes.

Aún joven (54 años) Matarazzo empeñó sus posesiones, que no debían ser muy cuantiosas a juzgar por la factura discreta y la ausencia de estrellas del film – apenas cuenta con la por entonces emergente Eleonora Brown, que había sido la hija de Sophia Loren en la premiada La ciociara (Dos mujeres, 1960) de Vittorio De Sica – para materializar esta obra que cincuenta años después va siendo hora de ir reparando el olvido imperdonable que la rodea y colocarla entre las mejores que hizo y entre las grandes películas de los años 60.

Si los testamentos sirven para legar lo que se termina poseyendo, Matarazzo – que murió en 1966, dos años más tarde – desde luego no transmitió grandes conclusiones sobre el arte que cultivó, nada desde luego que no hubiese dicho antes.

La sabiduría y la clarividencia no llegan de repente y el pudor de empaquetarlas doblega a veces a los sermones, con lo que, sobreponiéndose a circunstancias con poco o ningún remedio, más bien lo que pudo Matarazzo es culminar una última tentativa por mirar desde otro ángulo a las inquietudes y las certezas que le habían acompañado durante buena parte de su carrera, sin perder un segundo, de la forma más elíptica y esencial.

Tal urgencia por ir al grano no menoscaba la sensibilidad de las imágenes de la película, quizá la más elegante que filmó pese a tener en todo momento una vibración sumamente afilada, nada descafeinada y simplista por abordar postreramente el amor entre un hombre con la vida encaminada y una adolescente desnortada, una variación inédita en su obra y a la que no mira convencido de haber dicho cosas más importantes, haciendo extensivo un discurso ya pronunciado.

La sempiterna posibilidad de una plenitud choca duramente con situaciones inapelables y con personajes aún de peores maneras de las que pudiéramos haberles supuesto, aflorando en definitiva una incomunicación tan física y una distancia tan grande entre realidad y deseo como la que explora otro film que por aquellos años también penaba por sobrevivir indemne a la indiferencia de los que lo creyeron exhibicionista y vulgar, The Chapman Report (Confidencias de mujer, 1962) de George Cukor, tan privado y ambiguo como Amore mio.

Hubiese sido fácil, ventajista y hasta más rentable parapetarse en la pureza, en la huída hacia delante de los amantes, cerrar con un bonito y bienintencionado colofón, pero resulta que dispensa Matarazzo tanta atención como a ese amor que surge entre el acomodado Mario y la joven Nora, a la complicada desintegración de otro, el que queda rescoldando en el matrimonio de él, una relación que se ha ido apagando poco a poco, inadvertidamente, perdiendo la confianza y la complicidad y que aunque ya se ha vuelto fría y agria, no puede finiquitarse frívolamente.

No es posible tal cosa tratándose de una historia imaginada por el maestro y desde luego habiendo una hija de por medio, la pequeña Mirella, protagonista del último tercio del film, que tan audaz como secretamente va cambiando de punto de vista hasta llegar al terreno que muy poco tiempo antes parecía haber “ocupado” otro grande del melodrama, Vincente Minnelli con su extraordinaria The Courtship of Eddie’s Father (El noviazgo del padre de Eddie, 1963).

La reactivación del film a partir de que este personaje toma su diminuta iniciativa, como tantas veces sucede en el cine de Matarazzo, es inmediata y no excluyente, incorporando a la narrativa matices hasta entonces no tenidos en cuenta, pero sin perder de vista los hechos, un en apariencia sencillo pero muy delicado e inteligente modo de avanzar, convertido por aquellos años en “marca” distintiva por un cineasta no tan alejado de Matarazzo como pueda suponerse, Otto Preminger. Sin duda, se trata de dos de los autores menos episódicos que ha tenido el cine.

La resolución, casual, tras un fugaz pero hermoso plano nocturno de unos calcetines blancos que reflejan la luz de las farolas y así indican el camino a seguir, tiene lugar en un banco de un parque cualquiera, con una carta. Como hubiese sucedido en algún western de Allan Dwan, sin preámbulos ni altisonantes ecos, Matarazzo captura la lucidez en tres planos y ya no vuelve a mirar de la misma manera, prendada la puesta en escena tanto como lo está la conciencia de Nora, a la que acabamos de ver madurar ante nuestros ojos en uno de los momentos más penetrantes que me ha dado a ver el cine.

Pero ni Mario ni Nora ni la niña ni cuanto sucede en Amore mio funcionan como resúmenes de otros elementos vistos en su obra y hasta anuncian una adaptación a los nuevos tiempos admirable, como los de Seven Women (Siete mujeres, 1965-1966) de John Ford o A Countess from Hong Kong (La condesa de Hong Kong, 1966-1967) de Charles Chaplin y todas las grandes películas finales inesperadas y plenas, rebosantes de todo cuanto sabíamos y ay, de lo que nos quedó por aprender.

 

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