LA MÁQUINA MATAFASCISTAS (JUSQU’AU COEUR, Jean Pierre Lefebvre, 1968)
por Jesús Cortés



Jusqu’au coeur, cuarto largometraje del canadiense Jean Pierre Lefebvre, es uno de tantos films incandescentes entre los aftermath de las revoluciones de finales de los años 1960. Su acumulación de texturas – situaciones caprichosas y conspiraciones, realidad y pesadilla, parodia y absurdo, blanco y negro y color, escenas silentes y otra con el sonido desincronizado – importuna y trata de vencer la resistencia del pacífico convencido sin nombre que la protagoniza para que empuñe un arma y se traicione, de una manera poco metódica, cerrada en sí misma.




De entre la multitud de películas inquietas que habitan estos años a vueltas con la diatriba de cómo despedir para siempre una posibilidad que quizá nunca estuvo ni cerca, sea la paz o sea una nueva forma de vivir en este mundo, las hubo rutinarias y superficiales, ignorantes y confundidas, ineficaces en definitiva. En otro momento no hubiese ocurrido así, pero afortunadamente son la excepción, porque abundaron las que fueron tan valientes como para presentar a la verdad desnuda y otras tan tristemente adelantadas a su tiempo como para jugar a un entretenimiento del futuro, el de disfrazar diariamente a las mentiras con tal de no tener que enfrentarse a la realidad.

Es difícil saber cuáles resultan más desoladoras porque no andaban muy lejos los extremos. Algunas aún albergaban una esperanza inconcreta, que se marchaba “lentamente”, con los representantes de las viejas generaciones uniéndose al desahucio de los de las nuevas y hacerles entonar un réquiem. Así sucede en una de las cintas clave de esta era, Charles mort ou vif (Alain Tanner, 1968-1969), que no en vano miraba hacia arriba, al sitio más seguro para el capitalismo de occidente: una saga de relojeros suizos. Justo al lado contrario, pero no tan lejos como digo, films como este experimento folk-pop de Lefebvre, que se inclinaba para observar a un don nadie sobre el que se abate una respuesta institucionalizada, la que se activa contra cualquiera.

Nada peligra realmente en ellas, nada que afecte al “porvenir común” desde luego, sólo van a ser sacrificados pequeños idealismos – con la amenaza común de la lobotomía y no por ello relacionables con el despreciable Alex DeLarge de Kubrick, que poca empatía suscitará años después – intelectos con dudas, objeciones, quejas desde la intemperie de un Canada como el de Lefebvre o esa Suiza de Tanner irreconocibles, tan feas e improductivas que urge que se callen de una vez por todas quienes disientan.

Las interrupciones y los violentos contrastes de tono hacen difícil el disfrute del film de Lefebvre, que rima aquí y allá, asonantemente y que se sale por la tangente a veces con desesperación y otras intercalando una canción si ya no sabe cómo espantar el mal fario.




No hay consuelos ni placebos, probablemente porque advirtió todo lo que estaba pasando.

Poco antes del rodaje de Jusqu’au coeur, hay un viaje de Robert Charlebois, el chansonnier que pone cara al zarandeado protagonista del film, por la ácida California que quizá tenga tanto peso en el resultado de la película como la evidente influencia del cine de Jean-Luc Godard. Volverá de allí Charlebois tras haber visto a los hippies aterrorizados por la diabólica zurda de uno de los suyos, Jimi Hendrix, que efectivamente dedicaba conciertos a los desertores, pero sin soltar palomas ni pedir cambios en las políticas exteriores, conciertos de sexo y fuego.

La primavera del 1968... y el verano del 1967, para más señas.

Aquel clima de confraternización reinante muy lejos de las calles de París y de la vieja Europa, al poco de florecer ya estaba pervertido por el blues psicodélico y el hard rock de la Experience de Jimi, de Zappa y sus Mothers of Invention, los incendiarios Stooges, los primeros Doors, MC5 y compañía, a veces tan “desde dentro” – aceptados por los que nada tenían, pero también por los “fortunate sons” como diría John Fogerty – y ni siquiera de Dylan ni de la larga retahíla de atormentados y obsesos del pop (Phil Spector, Brian Wilson, John Lennon, Arthur Lee, Marty Balin...) se pudo sacar algo “progresista” en limpio.

Ese ejemplo de extrema libertad explosiva y como tal incontrolable, será tan emocionante porque si nació de un cónclave no se articuló para subsistir, brilló y se apagó fugazmente. Unos meses, pero qué intensos.

A nuestro protagonista lo fustigarán para hacerlo cambiar y quizá lo consigan o quizá no, pero le quedará lo que a todos: los buenos momentos con una bonita chica, la risa, la música, los paseos ateridos de frío sintiéndose huir, la memoria y aquella vez que habló y dijo lo que pensaba.




ALGÚN DÍA SOLEADO (LES DERNIÈRES FIANÇAILLES, Jean Pierre Lefebvre, 1973)
por Jesús Cortés



Les dernières fiançailles es una de esas películas que nadie echa de menos no haber visto.

Pronto cumplirá medio siglo, triste efeméride para un triste ventura, la despedida de este mundo de dos ancianos que anhelaron sincronizarse para no quedar alguno de los dos solo.




Unas poco vistosas hechuras – actores casi desconocidos, espacios domésticos, sin música hasta la escena de clausura, pocas palabras, un premio de no sé qué cónclave católico –, el hecho de venir de una cinematografía como la canadiense, lejana en todos los sentidos y de un cineasta apenas notorio en los tiempos alborotados previos a esta obra como Jean Pierre Lefebvre, al que ya no se recuerda... todo contribuye al olvido.

Como para toda película de suspense, estas o cualesquiera otras líneas que tratasen de darla a ver o animar a buscarla, servirán más o menos, pero difícilmente restituirán el apreciable peso de estos fotogramas caseros enfrentados al mayor y más común de los misterios.

Solo con pensar que el más anónimo de los muertos conoce la respuesta a la pregunta que ningún sabio de las civilizaciones habidas y por haber ha podido responder, le concede una entidad a cada minuto y segundo menos que falta para tal momento, del todo desperdiciada en tantas películas donde es filmado puerilmente.

“Los relojes no pueden morir” dice Armand mientras pone cada día en hora al que tozudamente se retrasa respecto a los demás y debe ser la única frase que Lefebvre pone en su boca digna de ser llamada simbólica en noventa y tres minutos de discreto metraje, plantados en ese espacio final que debiera ser de lúcida recapitulación, velado sin embargo por el cansancio y las decepciones.

Naturalmente para él, enfermo del corazón o algo más agudo todavía por la expresión del médico que trata de convencerlo inútilmente para que se ponga en sus manos, la mirada no será tan limpia como fue, pero afronta lo que hace tiempo barruntaba. Dejará atrás lo poco que tiene y encomienda a ella tareas para conformarla: el pequeño huerto, las gallinas, la casa, la obligación de sentir la belleza de cada cosa como le remarca en un paseo como tantos que dieron y que ahora parece también querer legarle.




Rose en cambio tiene delante una ingrata misión para alguien con buena salud, quizá algunos años menos, ningún valor para ser su propio verdugo y no tanta fe como para atreverse a pedir vehementemente acompañarlo.

Cada vez que un encuadre la aísla, aparece primero una angustia que quisiéramos ver apaciguada en sus gestos; más tarde, cuando se conoce el desenlace, un placer en la admirable administración del tiempo por parte de Lefebvre.

La sencillez matemática de su puesta en escena acompaña sin épica ni casi conflicto a los personajes. Pasaron los años en que la vida estuvo llena de multiplicaciones y divisiones, sólo importan ya las sumas y las restas.

Encuadrado solo hay respeto y silencio.

Lefebvre lo filma de espaldas a él mientras se pone sus dientes postizos y no hace falta ningún plano más para saber que el afecto que le profesa es el que se tiene a un padre.

Rose solloza un momento cuando él no la ve, en un bonito travelling con intensos verdes al fondo que no encadena Lefebvre a escena alguna de empeoramiento o confirmación de las dolencias de su viejo esposo. Si lo hace en su presencia, un tanto avergonzada por haber podido darle un único hijo que le quitó la guerra, no sirve el momento más que para un tosco ademán de él, un poco como aquellas caricias que profesaba William S. Hart en los albores del western mudo y que tanto me conmueven.




De ninguno de los dos sabemos casi nada y poco habría que saber me parece, pero basta con que cada espectador acote su indiferencia y se disponga a mirar un reflejo, el que podría ser de sus abuelos o sus padres, de ellos mismos o, en el peor de los casos, de lo que nunca serán, para entender todo.

Esto último tiene un valor decisivo.

No le dará sentido, ni será una bendición ni supondrá ventaja alguna, pero unido inextricablemente al vértigo del final está el agradecimiento por poder haber recorrido el camino en pareja.


(publicado originalmente en Un blog comme les autres)

 

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