EL IGNORADO Y CONTROVERTIDO RICHARD FLEISCHER
Es realmente difícil abordar la obra, vasta, variada y un tanto azarosa, de Richard O. Fleischer (1916-2006). Es, ciertamente, como la de todos los directores americanos muy activos de su tiempo, un tanto irregular: hay en su filmografía, sobre todo en los postreros decenios de su actividad profesional – que comprende largometrajes entre 1946 y 1987 – algunas películas rutinarias, que claramente no le estimularon en exceso, y proyectos equivocados o inadecuados para un cineasta de sus características. Pero hay también, incluso en las décadas menos propicias, más desorientadas y ya sin el soporte de un sistema de producción que – con independencia de lo que opinemos acerca de él – es patente que funcionaba, y a menudo lo hacía muy bien, películas originales, audaces, que debieran contabilizarse entre las mejores realizadas en varios de esos años.
Así, en los endebles y contaminados años 70, mientras los supervivientes de su generación se batían en retirada o se sumían en el desconcierto, vagando por Europa por lo general, Fleischer hizo 10 Rillington Place (1970-1971), The Last Run (1971, despachada como un proyecto abandonado por John Huston), la menospreciada The Don Is Dead (1973) – que, lejos de ser una secuela, en nada se parece y nada debe a The Godfather (1972) de Coppola –, Soylent Green (1973), The Spikes Gang (1974) y, sobre todo, The New Centurions (1972), grotescamente acusada de “fascismo”, y Mandingo (1974-1975), que espero acabarán siendo reconocidas algún día como dos de las grandes obras maestras de Fleischer y del cine entero de los años 70.
En el decenio de los 60 le fallaron, tras mucho tiempo consumido en su preparación, varios de sus proyectos más o menos “europeos”, lo que uno no sabe si lamentar o casi celebrar, dado lo peligroso que resultaba trabajar para Samuel Bronston, pero Barabbas (1961), Fantastic Voyage (1966), The Boston Strangler (1968) y Tora! Tora! Tora! (1968-1970) no representan, creo yo, una mala cosecha, aunque cuantitativamente el saldo de ese decenio esté muy lejos de su abundante y notabilísima producción de los años 50 – The Narrow Margin (1950-1952), The Happy Time (1952), 20,000 Leagues Under the Sea (1954), Violent Saturday (1955), The Girl in the Red Velvet Swing (1955), Bandido (1956), Between Heaven and Hell (1956), The Vikings (1958), These Thousand Hills (1959) y Compulsion (1959) – e incluso de los más modestos ocho films muy notables de los 40.
De los cineastas de su generación, que empezaron a rodar largos durante la II Guerra Mundial o justo a su término, es posible que Richard Fleischer haya sido el más desatendido por la crítica, tanto la americana como la europea (es decir, básicamente la francesa). Tampoco ha coleccionado Óscares ni muchas de sus películas han sido resonantes éxitos de taquilla, aunque como promedio hayan resultado lo bastante rentables como para que casi nunca haya estado inactivo o en busca de empleo; eso significa, evidentemente, que se le consideraba en la industria un realizador competente y que aceptó a veces encargos que quizá hubiera hecho mejor en rechazar, porque o no le interesaban o (al menos en Europa) podrían dañar su imagen, como Che! (1969), que es mucho menos mala de lo que alegremente se tiende a dar por supuesto, o la injustamente menospreciada Ashanti (1978-1979), o – a pesar del riesgo considerable que en esa época podía representar el estrellato de Charles Bronson – Mr. Majestyk (1974; y nadie por entonces parecía saber nada de Elmore Leonard).
Consecuencia de su escasísima (o mala) reputación – sólo en España, en los años 60, hubo un curioso y variopinto grupo de entusiastas fleischerianos, en la mucho ha desaparecida revista Film Ideal – es que casi nunca se han publicado entrevistas con él, aunque las contadas ocasiones en que se ha expresado o se le ha interrogado ha dado muestras de una extraordinaria inteligencia unida a una no menos notable modestia. Nunca se presentó como un artista, un autor o un gran cineasta, lo cual explica también, en cierta medida, que se le haya prestado tan escasa atención.
No se trata, pues, de reivindicar la totalidad de una obra en la que, es cierto, hay un poco de todo, incluso algunas (pocas, en realidad) películas malas, mediocres, o meramente aceptables pero sin nada que las haga recordables; pero no por ello cabe prescindir alegremente de su filmografía, en la que predominan abrumadoramente las películas sumamente interesantes, muy notables e incluso extraordinarias.
Puede que también haya militado en contra del prestigio de Fleischer el esfuerzo que puede detectase o intuirse, desde los comienzos de su carrera, por no dejarse encasillar y no verse limitado a hacer únicamente un cierto tipo de películas. Asociado, como tantos otros de sus contemporáneos hollywoodenses, primordialmente con el cine “de acción” en sus diversos géneros – policiaco, western, de aventuras, bélico –, lo cierto es que no sólo no se consagró exclusiva (ni siquiera predominantemente) a ninguno de ellos, sino que desde su primer largo – Child of Divorce (1946) – cultivó ocasional pero reiteradamente otros géneros de tonalidad casi opuesta, como la Americana o el infantil, unas veces con éxito – Banjo (1947), So This Is New York (1948), The Happy Time (1952), Arena (1953), 20,000 Leagues Under the Sea (1954) – y otras con resultados entre muy dudosos y deplorables – Make Mine Laughs (1949), Doctor Dolittle (1967), The Incredible Sarah (1976), The Prince and the Pauper (1977), The Jazz Singer (1980) –; llaman la atención (o debería haberla llamado) una cierta constancia en la ciencia-ficción de serie A: además de 20,000 Leagues..., Fantastic Voyage (1966) y Soylent Green (1973), se podrían agregar las más mítico-fantasiosas Conan the Destroyer (1984) y Red Sonja (1985), y la ausencia total de melodramas.
Hay otras películas de Fleischer más o menos interesantes, aunque no las mencione aquí, sin contar las sólo en parte suyas, excelentes, las firmase – Tora! Tora! Tora! (1968-1970), con Masuda Toshio y Fukasaku Kinji, o Follow Me Quietly (1949), con Anthony Mann – o no – His Kind of Woman (1950-1951) de John V. Farrow –, pero como eso es algo que, durante los años 40 y 50, ha estado al alcance de casi cualquier realizador norteamericano que no fuese de una torpeza insigne (y no era entonces frecuente que tales nulidades hicieran muchas películas), conviene detenerse en las películas realmente extraordinarias, en las que, en mi caso, han hecho de mí un ferviente admirador de Richard Fleischer desde hace ya 54 años.
Pero, como conviene empezar por el principio, tal vez lo mejor sea no omitir ni desdeñar o minimizar su periodo de aprendizaje e iniciación, a primera vista muy similar a los de Anthony Mann, Jacques Tourneur, Phil Karlson, Joseph H. Lewis, Joseph Losey, Robert Rossen, Abraham Polonsky, Elia Kazan, Nicholas Ray, Fred Zinnemann, Robert Wise, Mark Robson, Henry Levin, Michael Gordon, Peter Godfrey, Jules Dassin, Edward Dmytryk, Joseph M. Newman, Richard Quine... pero mucho menos valorado que en la mayoría de estos directores, con películas producidas, sobre todo, por R.K.O., Stanley Kramer y Eagle-Lion, en su mayor parte thrillers, pero no sólo adscribibles a ese flexible y amplio género. Su primera película, Child of Divorce, por ejemplo, nada tiene que ver con tal categoría genérica, y es la primera obra maestra de su carrera (puede que incluso al final de su vida Fleischer aún la considerase la favorita de las suyas, como varias veces había declarado anteriormente).
Aunque nunca ha vacilado a la hora de emplear nuevos métodos y de experimentar con ellos (efectos especiales desde 20,000 Leagues..., 3-D en Arena, CinemaScope desde 1954, y sobre todo la multi-Split screen de The Boston Strangler, única vez en la que se usó con sentido, con funcionalidad y con lógica), Fleischer parecerá hoy un cineasta demasiado clásico y sobrio, poco llamativo y sólo medianamente espectacular como para que se le preste la atención que merece, y que recompensa el cierto esfuerzo que supone explorar su filmografía, al tratarse de una obra tal vez excesivamente abundante, variada e irregular, que sin embargo desaconseja las selecciones/exclusiones apriorísticas, ya que muchos proyectos en apariencia poco atractivos, de aire exclusivamente comercial o trivial, que incitan casi a reprocharle a Fleischer su aceptación, se revelan a menudo muy superiores a lo que cabía esperar (y hasta temer), casi siempre interesantes, e incluso ocasionalmente excelentes a pesar del riesgo que entrañaban.
De hecho, varias de sus máximas obras maestras pueden inspirar desconfianza y puede que hasta cierta repugnancia, pues parecen destinadas a explotar sin escrúpulos y con sensacionalismo historias reales, cuando al final son casi lo contrario, como demuestran, entre otros varios ejemplos posibles, las narraciones elípticas y serenas de las pudorosas exploraciones de mentes criminales (muy distintas entre sí, por cierto) que son The Girl in the Red Velvet Swing, Compulsion, The Boston Strangler y 10 Rillington Place.
Más que su curiosamente superficial e impersonal libro autobiográfico, son sus raras entrevistas las que, junto a su cine – siempre en tercera persona, sin acotaciones subjetivas –, más revelan acerca de la aguda y equilibrada inteligencia del muy modesto Fleischer, y demuestran su vocación de psicólogo, lo cual no le sirvió, por falta de pretenciosidad, en los años 50, cuando el psicologismo estaba muy de moda en el cine, y ahora será si acaso un dato en su contra, por resultar “anticuado”, cuando la abrumadora mayoría del cine que se hace en Estados Unidos (y, por su influencia, en casi todas partes) desconoce hasta las más elementales pautas del comportamiento y, evidentemente, no se molesta en buscarles coherencia a los personajes y sus conductas respectivas, no digamos en analizar su quiebra o derrumbamiento, pues todos parecen figuras de papel (de comic) o robots, más bien androides averiados que humanos; curiosamente, hace años que cuando algunos raros cineastas (más bien europeos, por lo general) se interesan por estas cuestiones y misterios del ser humano, suelen ser unánimemente ignorados o menospreciados.
Yo me atrevería a recomendar a los que la desconozcan o no le hayan prestado atención, que inspeccionen o revisen, según proceda, la filmografía entera de Richard Fleischer, seguro de que cabe encontrar en ella abundantes riquezas y además materia para interesantes reflexiones acerca de la evolución del cine a partir del término de la Segunda Guerra Mundial.
Empezando por las primeras películas, que podrían considerarse “de aprendizaje”, con frecuencia de presupuesto, metraje y plazo de rodaje exiguos (pero no siempre, también hay lo que podría ser algo así como una serie A pobre o modesta), pero bien producidas: casi siempre con excelentes directores de fotografía, buenos guionistas y notables intérpretes, es decir, con las condiciones que mejor permiten aprender y afianzar las virtudes potenciales del director. Quizá a veces porque no había otro remedio, se ve ya desde sus comienzos en Fleischer un sentido de la elipsis y de la economía narrativa, del ritmo y las cambiantes cadencias, de la composición plástica y el empleo dramático de la iluminación y las sombras, de la importancia de pausas y silencios, que muy pronto parecen dominados e integrados entre los recursos expresivos “naturales” de Fleischer.
Así, el aumento de presupuesto o metraje, o de la categoría estelar de los intérpretes apenas supondría una ralentización o una excesiva densificación del ritmo y del carácter directo y tajante del cine de Fleischer, como muestran perfectamente otras películas de acción (y siempre, además, de análisis y reflexión) posteriores, como Violent Saturday, Bandido, Between Heaven and Hell, The Vikings o These Thousand Hills.
No sé Design for Death (1948), la única de Fleischer que no he logrado aún ver, pero, sin aspirar a ser grandes películas, encuentro que son absolutamente satisfactorias – eficaces, precisas y amenas – Bodyguard (1948), The Clay Pigeon y Trapped (1949 ambas) y Armored Car Robbery (1950), para culminar esta serie de films “negros” con la magistral The Narrow Margin (rodada en 1950, aunque no estrenada hasta 1952), y antes de rodar su primera película de gran presupuesto, 20,000 Leagues Under the Sea, que vino a revelar casi un nuevo Fleischer, hasta entonces apenas imaginable: poético, misterioso, con humor y a la vez con sentido trágico, en la que creo la mejor traslación cinematográfica del mundo del gran Jules Verne, gracias a una magnífica visualización del submarino “Nautilus”, de la fauna y vegetación submarina, y de los personajes: James Mason, Kirk Douglas, Peter Lorre, Paul Lukas, Robert J. Wilke sobre todo. Debía tener siete años la primera vez que vi esta película y aún, tras muchas revisiones, me sigue fascinando y emocionando.
A partir de ahí se abre la quizá mejor época de la carrera de Fleischer, con siete obras maestras más consecutivas – cinco películas producidas por la Fox y dos más por diversas compañías (de Robert Mitchum y de Kirk Douglas, respectivamente, ambas distribuidas por United Artists) – y adaptando en cada ocasión su estilo a lo que, en su opinión, exigía o pedía cada historia, cada época, cada ambiente, cada género. Por esta razón, que a mí me parece muy razonable, sobre todo en quien no es un inventor de historias, sino el encargado de contarlas materializándolas visualmente en la pantalla, es decir, de “realizarlas”, de encarnarlas con rostros y gestos y voces, de hacerlas creíbles para los espectadores, por fantasiosas e inverosímiles que puedan ser en sí mismas, Fleischer no tuvo nunca “tics” estilísticos fácilmente identificables ni un “modo” peculiar y llamativo de filmar que impusiese, como un “sello”, o a guisa de “firma”, a las películas que dirigía. Tal vez por ello, en una época que consagró la presunta superioridad de los “autores” sobre los “artesanos”, se le relegó a esta condición supuestamente “menor”, en la que se han embolsado tanto los que realmente lo eran como los que, siendo realmente autores, no eran obsesivos ni monótonos y no trataban de llamar la atención.
Sin tener en cuenta que, si hasta para los más indiscutibles autores es difícil mantener semejantes niveles de excelencia durante tantas películas, tan diferentes entre sí, durante cinco o seis años, algo deben tener – entre otras cosas, personalidad, fuerza de voluntad y claridad de ideas y de proyectos – algunos de estos supuestos “cineastas de segunda línea”, de perfil bajo y reacios a hacerse a sí mismos publicidad.
No fatigaré al lector con un inventario de los muchos que he leído en los últimos cincuenta años de supuestos “rasgos distintivos” de Richard Fleischer. Cierto que los hay, pero casi subterráneos, y una vez que los analicemos y observemos que no son “rasgos comunes” a un género, unos años, una compañía productora, un guionista o un director de fotografía. Es más divertido, además, que el espectador curioso los vaya identificando por sí mismo, y dibujando una especie de retrato robot de este cineasta, que yo, personalmente, encuentro curiosamente próximo, por un lado, a Fritz Lang y, por otro – más esperable, quizá con más afinidades de origen y edad – con Anthony Mann, es decir, a fin de cuentas, con dos de los grandes.
Dejo para otros la posibilidad de analizar su empleo de los formatos de pantalla ancha, desde 1954 y no sólo en los primeros años del CinemaScope, sino cuando casi todos utilizaban rutinariamente la Panavision, es decir, a la altura de The New Centurions, o las diversas intensidades luminosas, el carácter más o menos sólido, macizo, áspero, suave, rugoso, de los materiales – muebles, vestidos, edificios – fotografiados. Para un cineasta de vocación realista es evidente que la idea de la concreción física y espacial, el ambiente, de cada escena, había de ser tan importante como los rasgos psicológicos, tan a menudo inquietantes, que Fleischer examinaba con cierta distancia crítica, sin caer nunca en la hagiografía o mitificación idealizadora de sus personajes principales.
(23 de febrero de 2016) |
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