NEGOCIOS Y PLACER
por Jesús Cortés





El mismo año de 1956 en que rodó Between Heaven and Hell, su primer film bélico – el segundo y último será un proyecto malogrado de Akira Kurosawa y finalmente estrenado en 1970, Tora! Tora! Tora! –, Richard Fleischer filmó la aventura mexicana en tiempos de la Revolución Bandido, de nula reputación general y escaso predicamento entre los defensores de su cine.

Poco y mal vista – se ha resistido a aparecer en su formato muchos años y circulan aún varias copias de pases televisivos recortadas y con el color virado –, creo que además ha sido decisiva para explicar su escasa estima, la falta de comedias ilustres en la filmografía de Fleischer (olvidada la muy interesante The Happy Time, poco brillo tiene la estrafalaria Doctor Dolittle, menos aún Million Dollar Mystery) y la adscripción de su autor, incluso en el cine de acción, a películas con un componente dramático dominante y muy denso. En todo caso, se suele pasar de largo al lado de ésta, su más divertida película, categorizándola casi siempre como un “vehículo” al servicio de un actor como Robert Mitchum, ciertamente ideal para el film, porque había parecido, por lo menos desde 1944 y hasta en sus interpretaciones más dramáticas, tan relajado respecto a la suerte que venga, como este gringo truhán de camisas blancas y granadas de mano por equipaje.

Cualquier mirada que no sea severa sobre acontecimientos históricos y peor aún si se trata de una guerra – y nada menos que fraternal, como es el caso – tiene ganada de antemano el calificativo de “poco rigurosa”. No obstante, bastaría con echar un vistazo a un mapa o un libro que recoja cómo se desarrolló esta contienda, fijarse en el respetuoso tratamiento de los idiomas o simplemente en cómo la cámara desde el primer travelling anuncia una historia en contra de la “lógica” de los tiempos que corrían – es la primera de muchas escenas en que cualquier acción de los personajes principales físicamente se opone al sentido en que fluyen las de los secundarios – para reconsiderar la idea de calificar como frívola e inverosímil la coreografía diseñada por Fleischer para acompañar a la peripecia de este buscavidas convertido en reticente y casual icono del pueblo.

Vencida esa típica salvedad, se puede disfrutar de lo lindo de este modélico scope, una de esas películas que debieran haber sido una referencia para los espectadores que ya por aquellos años veían cómo proliferaban las sofisticaciones y reconstrucciones de los héroes del cine clásico, que solían ser muy a menudo y está bien recordarlo, esto, personajes que podían perderlo o ganarlo todo en medio de un lío de mil demonios y mejor estarían sin hacer nada, un manojo de principios andantes opuestos a los acontecimientos que les tocaron en suerte, no superhombres con etapas por cubrir, con misiones que les confirieran una personalidad, con ansias de gloria en la cabeza.

Wilson (Mitchum), bautizado el “Alacrán” por la pandilla de guerrilleros borrachos que capitanea Escobar (un magnífico Gilbert Roland) es un ingenuo básicamente, como tantos personajes del cine negro – y hasta Lemmy Caution – o de aventuras, no auténticos herederos, pero sí sin duda hijos de un espíritu arraigado en el cine mudo, de cuando un protagonista no podía evitar ser digno y justo aunque quisiera parecer indolente.

Fleischer lo hace caminar entre bombas y despreciar el peligro con un saco de dólares por mollera, para ir perfilando varios pequeños gestos en que parecerá un “iluminado”, una buena encarnación de aquellas palabras que un buen conocedor de estos lares, el escritor D. H. Lawrence – en su poema “A Sane Revolution” – una vez compuso. Para ello es vital que nunca lo convierta Fleischer en monopolizador de cuanto ocurre y varias veces esté a punto de pasar a ser secundario y hasta la siguiente víctima natural de su propia inconsciencia.

No es extraño por tanto que caiga enamorado de la dudosa Lisa (Ursula Thiess) y el énfasis de la puesta en escena esté puesto en la oportunidad para dejar de una vez por todas de buscar comisiones en circunstancias imposibles, no en lo que surge entre ambos, lo cual lejos de debilitar el diseño de su personaje, lo refuerza, porque el romance no sirve de coartada para que brote colateralmente su idealismo, elevado por sentimientos nuevos u olvidados. Un héroe es un vagabundo y él quiere volver a casa.

Una posición corporal suya, justo antes del final, remite a tantos protagonistas de Ford, King o Borzage, encorvados sobre su propia victoria, sabedores de que han llegado al principio, no al final.

Nunca estuvo Fleischer más cerca de Raoul Walsh que en Bandido, tan suave y elegante en su ejecución como fulminante en sus impulsos, un buen contraste con aquellas obras más “irreprochables” pero igualmente magistrales, Violent Saturday, These Thousand Hills o The New Centurions o con la exultante The Vikings, que es la que quizá mejor conjuga todo cuanto fue capaz de dar.



 

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