LES SAVATES DU BON DIEU
por Miguel Marías


En 1999, a punto casi de concluir el decenio de los 90, cuatro años después de la celebración (algo funeraria) del centenario de la primera proyección comercial de películas, es decir, cuando ya nadie cree en la inocencia de los cineastas ni del cine mismo, Jean-Claude Brisseau, 55 años entonces, que ha conseguido (y sigue logrando, 15 años más tarde) mantener casi en secreto que es uno de los más grandes cineastas de la etapa moderna de lo que parece estar dejando de ser considerado como el 7º arte - desde luego, de los surgidos en los años 80 -, aborda con absoluta ingenuidad e inconsciencia, por no decir con la inocencia - perdida pero envidiada - de los primitivos, su noveno largometraje, misteriosa y casi provocadoramente titulado Les savates du bon Dieu, “Las chanclas del Buen Dios”.

Me cuesta explicar por qué, gustándome mucho todas, es quizá ésta la que prefiero de las películas de Brisseau, junto con La fille de nulle part (2012) y Un jeu brutal (1983). Porque todas, en general, en mayor o menor grado, me sorprenden, me resultan imprevisibles y me emocionan.

Dos citas de Godard definen, a mi entender, la actitud de Brisseau, que quizá se manifiesta - de forma tan extremada como rigurosa - más que nunca en Les savates du bon Dieu. Por un lado, me hace pensar siempre en lo que J.-L.G. escribió (al cerrar su crítica de Les amants de Montparnasse o Montparnasse 19) sobre Jacques Becker (y que siempre he pensado que J.-L.G. adoptó como divisa propia): “Porque quien salta al vacío ya no tiene cuentas que rendir a quienes lo contemplan”. La segunda es la cita que, en el arranque de Le mépris (1963), Godard atribuye (falsa o erróneamente) a André Bazin: “El cine sustituye a nuestra mirada un mundo que se ajusta a nuestro deseos”, una deformación de lo escrito por Michel Mourlet en un artículo (Sur un art ignoré) publicado en Cahiers du Cinéma en 1959: “El cine es una mirada que reemplaza la nuestra para darnos un mundo ajustado a nuestros deseos”.

Por un lado, pues, y siguiendo en eso las huellas ejemplares de Frank Borzage, Josef von Sternberg, Luis Buñuel, Jean Vigo, Alfred Hitchcock, Nicholas Ray, Jacques Becker, Robert Bresson o el mismo Godard, Brisseau rompe con el naturalismo al contar, actualizada y localizada en Francia, una especie de revisión (no de remake) de They Live by Night (1947/8), el primer y más deslumbrante film de Ray. Por otro, y en eso reenlazando con la tradición romántica de Frank Borzage más que con la pesimista y trágica de Murnau, Lang, Ray y Godard, Brisseau tiene la osadía - por una cuestión de principios, porque se niega a ser derrotista, un poco como Godard en Alphaville (1965) - de convertir un film negro no en un documento pretendidamente sociológico y “de actualidad”, sino justamente en lo contrario, es decir, en un moderno cuento de hadas con inverosímil pero celebrable final feliz, infinitamente más atrevido, sorprendente y original que la catástrofe que cabía esperar y que todos nos pasamos la película pronosticando.

Y ahí, creo yo, Brisseau se acuerda, más que de ninguno de los cineastas que admira, de lo escrito por un poeta que lo mismo (aunque lo dudo) ignora, René Char, en Partición formal: “El poeta transforma indiferentemente la derrota en victoria, la victoria en derrota (...)” (en III); “A cada desmoronamiento de las pruebas, el poeta responde con una salva de porvenir” (XLIX), “Toda respiración propone un reino: la tarea de perseguir, la decisión de mantener, el ímpetu de libertar. El poeta comparte en la inocencia y en la pobreza la condición de los unos, condena y rechaza la arbitrariedad de los otros” (en XL). Char lo dijo mucho mejor de lo que yo podría expresarlo hoy.

 

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2014/2015 – Foco