PERDIDOS, PERDIDOS, PERDIDOS
Bastante antes del estreno de Les anges exterminateurs, que tuvo lugar en 2006, sólo con haber visto referencias al “caso” en la prensa generalista y teniendo algún anticipo de su argumento, ya debiéramos haber sabido que buena parte de lo que esperaba a su protagonista - François, un director que mientras prepara un polar, siente la atracción repentina de adentrarse en la muy antigua disyuntiva hedonista del placer y el dolor - no iba a ser precisamente ficción.
Resulta determinante para saber ante qué clase de cineasta nos encontramos, que los hechos que casi terminaron con su carrera tras el rodaje de Choses secrétes (fue juzgado por la acusación de “violación digital” según la denuncia de dos aspirantes a aparecer en su nuevo film y exculpado en segunda instancia) no trató Jean-Claude Brisseau de mudarlos y menos aún de justificarlos, de ofrecer “su versión” con la filmación de Les anges exterminateurs.
De hecho, podría haber prescindido Brisseau, sin una gran pérdida de información, de los medios por los que superficialmente interviene en la historia narrada y seguiría siendo no obstante su film más impúdicamente audaz.
Su presencia en primera persona consiste sobre todo en el uso de su inconfundible voz en off - sin erigirse en narrador, sólo para aportar un matiz temporal, para que sepamos que todo lo que vemos ya ocurrió - así como también en una breve intervención como actor incorporando a un miembro del equipo de filmación y en unas enigmáticas psicofonías intercaladas en varias ocasiones, con sonido radiofónico o quizás salido de unos auriculares, el “utensilio” que hermana la soledad de algunos cineastas con las de noctámbulos y viajeros.
Los mencionados acontecimientos, un escándalo y un escarnio (para él sobre todo o para nadie más que para él), sirvieron, coherente y osadamente - quizá los dos términos que mejor le definen -, para enriquecer esta íntima ensoñación hitchcockiana (un enigma casual, la pasión, el peligro, una nueva vida) tan rica y abierta a la posibilidad de dirigirse a posiciones extremas que tan pronto puede parecer infantil como adulta, juguetona o terrible, pueril o trascendente y, siendo tan iconoclasta en sus “métodos” de investigación, consigue mover en todo momento de forma extraordinariamente armónica todas sus piezas.
Hacia el final del film, en una última conversación en un bar con una de las actrices a las que utilizó para su proyecto, François, especie de antagonista del Archibaldo de Buñuel, se revelará aún pertinazmente ajeno a las consecuencias de las acciones de las que fue instigador y cómplice, convencido aún de que por no haber sido partícipe directo de los hechos se mantendría siempre seguro, al margen… ¿no es acaso ese uno de los grandes propósitos del cine, pensaría? ¿No se admira el control cuando los corazones laten más fuerte que nunca?
En esos orgasmos femeninos que trató de aprehender - más que de filmar y varias veces usó mecánicamente o despreció el instrumento para registrarlos, la cámara - bullía a borbotones la sangre y no sólo la intimidad quedaba a la intemperie, también el cúmulo de sentimientos interconectados carnalmente que somos todos, un despliegue ante el que aprenderá demasiado tarde que no se puede permanecer impasible.
Para esa búsqueda de algo, denominado habitualmente en su obra como “gracia”, aquí circunscrito al rostro de las chicas al llegar al clímax, Brisseau presenta a su protagonista como alguien más o menos equilibrado, fundamentalmente curioso, sin trastornos (ni mentales ni sexuales), acercándolo en definitiva lo más posible a él mismo y a una mayoría de posibles espectadores. De esta manera, forzados a no apropiarnos de fantasías parapetados en lo que nos separa del punto de vista habitual (el de pervertidos, asesinos y demás) debemos mirar las desviaciones, las extrañezas y las secuelas que se despliegan en el film, sin distancia, como heridas supurantes, no pudiendo instalarnos en la comodidad de la inocencia voyeur.
Como siempre en el cine de Brisseau, se trata de una invitación a compartir una aventura para saber, no importando lo que otros dijeron o sintieron, ni sus manuales ni sus mapas.
Así, con toda naturalidad, vuelve a aparecer una vez más ese elemento tan inherente a su cine de la intromisión en la narrativa de un contrapeso sobrenatural, onírico - quizá más “inferior” que “superior”, subconsciente y entendible como no terrenal -, que tan esplendorosos resultados había arrojado, especialmente, en sus obras maestras Céline y Les savates du bon Dieu, corporeizado aquí doblemente en un familiar de François (fuente lejana de cariño rememorado, anhelado) y en dos ángeles caídos.
Lo que sugieren, lo que advierten, sus respectivas “misiones”, constituye la única reconsideración que contiene el film, lo único añadido en el plano moral por Brisseau a una empresa (ni un contraataque ni una purga) en que subasta lo que le queda de reputación, convencido, un poco ingenuamente, de que encontrará suficientes “compradores” inteligentes.
El detalle, definitivamente serio - no como varios jocosos del principio y con más valor por donde se sitúa -, de que las dos chicas-ángeles se acaricien la mano como hacían las actrices, corolario a la escena de la brutal paliza en que han dejado lisiado a François, es el momento máximo de rebeldía del film y uno de los clásicos intercambios del cine de Brisseau, pródigo en esos fugaces “contagios” entre distintos planos de significación a cual más orgulloso y empecinado.
Y hablando de correspondencias, de Les anges exterminateurs, de una mezcla en concreto de los personajes de Virginie (Virginie Legeay) y Stéphanie (Marie Allan) probablemente nace el que interpreta la primera de ellas en su reciente La fille de nulle part, que es una primera recapitulación para el Brisseau “anciano”, ese que se venía anunciando desde la sublime À l’áventure de 2008. Pasó el tiempo de la acción.
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2014/2015 – Foco |