LITTLE ODESSA
por Jesús Cortés


Nada hacía presagiar en 1994 que la carrera de James Gray iba a transcurrir por los senderos de la espera y el distanciamiento entre sus obras, como la de tantos directores malditos. El nítido aroma a inicio de construcción de un estilo que se deja ver desde el plano de apertura de Little Odessa anunciaba un director destinado a aprender a mirar, crecer rodando, perfeccionar su oficio tras la cámara, que no iba a necesitar pensar largamente o batallar calladamente para dar su siguiente paso, sino simplemente darlo.

Algo irreversible empezaba a pudrirse en el cine americano que ya no permitía que sus cineastas naturales (pero cinéfilos) hiciesen una carrera personal, aunque afortunadamente Gray no se ha malogrado como Steve Kloves, ni ha sido ignorado como Rob Tregenza ni simplemente olvidado y ninguneado como Michael Cimino y desde 2007 hasta se le espera con impaciencia, como si de un gran veterano se tratase.

Ahora, diecisiete años y cuatro films después, su carrera está al parecer a punto de virar hacia un nuevo territorio y parece lógico. El más reciente, Two Lovers, que en apariencia se presentaba como un cambio de registro en su trayectoria, su “Noches blancas” particular, tan sorprendentemente consecutivo temporalmente a su antecesor We Own the Night para lo que era habitual en su producción y alejado de las fronteras del thriller que habían transitado todos las realizados hasta entonces, puede verse sin embargo como el último y más íntimo eslabón de una misma cadena emocional: una investigación sobre la familia y sus recomposiciones pendientes, el retorno a la senda que fue esquivada poniendo tierra de por medio, un involuntario ajuste de cuentas con el pasado que rutinariamente había dispuesto una vida corriente.

Por aproximaciones concéntricas sucesivas, sus protagonistas emprendían el camino, empezando por Little Odessa (desde cualquier parte del país donde había un “trabajo” que hacer, al Brighton Beach de su juventud), siguiendo con The Yards (desde una temporada en la cárcel de vuelta a Queens) pasando por We Own the Night (desde el otro lado de la ciudad y casi de la ley a un lugar y una vida por determinar) para culminar en la fallida tentativa del inestable Leonard de Two Lovers, que desde un intento de suicidio vuelve a su casa y apenas se alejará unas pocas manzanas para vivir una historia de amor imposible y retornar donde le (sobre)protegían y a la chica que todos piensan que le convenía.

En Little Odessa la perspectiva es consecuentemente la menos concreta y las referencias sencillas, nada ambiciosas, pero ya definidas. Será un detalle poco significativo pero en un momento al inicio del film vemos al personaje que incorpora Edward Furlong asistiendo a la proyección de las dos escenas finales de Vengeance Valley, un film dirigido en 1951 por un director tan uncool como Richard Thorpe (y no Mean Streets o cualquier film de esos que despiertan vocaciones, como hubiese sido más “esperable”).

En él, Burt Lancaster, hermanastro de Robert Walker - hijo del hacendado que los crió a ambos - termina matándolo después de años velando pacientemente sus abusos y caprichos, perdonándolo sistemáticamente y casi idolatrándolo, idea que estará presente tanto en el leit motif de la relación que en Little Odessa se establece entre los hermanos interpretados por Furlong y Tim Roth y tendrá su continuación, con distintos matices, seis y trece años después en las que tendrán los amigos y hermanos respectivamente a los que darán vida Joaquín Phoenix y Mark Whalberg.

Con semejante escasez de ambiciones pese a contar con un casting lujoso para un debut y sin el menor ánimo rupturista, Little Odessa, la menos contenida e intensa de sus películas, serenamente se recrea en episodios, la mayoría duros y dramáticos, pero siempre contemplados como ineluctables, aprovechando como antaño en los westerns el conocimiento que el público tenía del paisaje fílmico que recorre, sus usos y costumbres, para acercarse a las convulsiones que provoca el regreso de Joshua Shapira (Roth), el asesino a sueldo al que le han encargado un asunto en el barrio ruso de Coney Island donde dejó olvidada su otra vida.

Lo que más llama la atención del cine de este joven James Gray es el control. Control sobre las interpretaciones, los tamaños de plano, la continuidad entre escenas, los espacios, la seca violencia, de tal aplomo que le permitirá atreverse en su siguiente film, The Yards (para mí, aún su obra maestra) a acercarse más que nadie a los dominios del F. F. Coppola de la gran saga de los Corleone.

Ni siquiera el joven Furlong, que hubiese sido presa fácil de los tics del momento (eran los días de la efímera “Generación X” y la irrupción a puntapiés de Quentin Tarantino) tiene una salida de tono que date el film ni lo asocie a corriente alguna; de hecho parece extrañamente emparentable mucho antes con obras de la década anterior, ya fuesen películas primerizas como At Close Range de James Foley, obras de crecimiento también preocupadas por minorías como varias de John Sayles y quizá hasta con las de madurez, ese legado interrumpido, de Paul Newman.

Precisamente por centrarse en expatriados o inmigrantes - pacíficos en comparación con los de We Own the Night - y por querer analizar también sin reducir a mero decorado una comunidad, el film concede un peso importante a la ambientación (lógicamente “rusa” en muchos detalles): los interiores claustrofóbicos, las calles y las playas heladas, la figura paterna incapaz de comunicarse sin alzar la voz - la más protagonista y resistente en sus principios en la carrera de James Gray, que contrasta significativamente con las que vendrán después -, la chica deslumbrada casi sin saber por qué ni para qué de Joshua, la música… aunque habrá que esperar a su segundo film para que en cada momento hable la forma del fondo, sea menos patente el andamiaje y afloren nuevos matices en cada revisión.


 

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