LOS VIKINGOS
Con relación a films anteriores, Los vikingos supone precisamente el paso más grande dentro de la evolución de Fleischer. En el lenguaje de números de la última página de « Film Ideal » es cronológicamente su primer cinco, que será seguido por los de Duelo en el barro e Impulso criminal. Pero hay un peligro al ver Los vikingos y llegar a apreciarlo plenamente, y es su enorme envoltura externa. Envoltura que está en unos artificios técnicos depuradísimos, en un guión demasiado hermoso y retórico, en una estructuración sinfónica de las escenas (no me refiero a los grandes instantes de cine musical) dentro del film, en un conjunto de mitos como los del « bestia » de Kirk Douglas vikingo, del film más hermosamente cruel de la historia del cine, de la poética leyenda... Un ejemplo: la bruja Kitala habla a Tony Curtis de que en su futuro hay una mujer; Tony Curtis se levanta y se apoya en un madero mirando al infinito. Ocupa la derecha de la pantalla. Cambio de plano: Janet Leigh mirando al infinito, situada a la izquierda. La música entona continuamente, por primera vez en el film, la melodía del tema asignado a Tony Curtis y Janet Leigh.
Pero hay dos cosas que no se escapan ni en una primera visión: 1) El descubrimiento continuo que es el film de unos ambientes, unos climas, una geografía, unas civilizaciones, unas maniobras navales, unas ceremonias, una vegetación, unas costumbres, unos aires. Tanto es así que todo aquel que haya visto Los vikingos una vez en su vida no podrá pensar, hablar, escribir o filmar nada sobre navegantes bárbaros de la Edad Media sin basarse en Fleischer o ser siempre influido por él, consciente o inconscientemente. Es un escalofrío continuo, todo lo veo por primera vez, y resulta vital par mí.
El primer amanecer soleado con el barco vikingo acercándose a la costa. Lord Egbert de pie en medio de la popa con los brazos cruzados. La maniobra de la vela y un hombre que baja con ella. El movimiento simultáneo de sacar los remos. Los remos tocando por primera vez el agua, todos al tiempo, muy ligeramente. El barco moviéndose, el cielo, el mar y las montañas. Todo por primera vez. El contacto brillante de los remos con el agua es una revelación, un alma en eso. Nunca un simple movimiento y choque de dos materias inanimadas ha hecho conocer de forma tan profunda y amplia. Porque parece un paso del tiempo ilustrando algo (pienso en lo que sería un documental convencional con voz « off » sobre los vikingos) de forma más o menos bonita, y el transcurrir del tiempo en esos impulsos y choques con el agua no es asimilable a nada definido. En cada uno de sus instantes, Los vikingos es el más total de los testimonios jamás filmados.
2) El cinemascope. Una visión superior sobre todo lo que capta la cámara, tal que las personas, sus miradas, sus gestos, sus movimientos, etc., aparecen con una desnudez mayor, son más verdaderos. Antes se hablaba de una cámara en su sitio preciso; aquí se supera toda noción de precisión. La cámara es omnipresente, está delante, detrás y sobre todas las cosas. Es una especie de majestad. Algo muy difícil de explicar si no es con unos ejemplos: Tempestad sobre Washington y Éxodo, La esclava libre y Esther y el rey, momentos constantes en King Vidor aun sin pantalla ancha; constituye lo más interesante de Dos semanas en otra ciudad y Eva 63 (Lazaga). Pero donde mejor lo vemos es comparando Los vikingos, Duelo en el barro o Impulso criminal con los anteriores Fleischer. En Los diablos del Pacífico está en el plano que hay durante los títulos de crédito, en el desembarco, en la aparición de los soldados americanos en silencio saliendo de unos cañaverales, en la destrucción del nido de ametralladoras, en el descenso de Robert Wagner al campamento. En Los vikingos el momento más físico es el plano en que se empiezan a poner en marcha los vikingos en tierra inglesa, por entre los árboles de una pradera ondulada, haciendo el sol brillar los escudos de los más adelantados. Está en la luz, en los actores, en los objetos, en la planificación, en la yerba, en los sonidos, en la colocación de la cámara, en los contactos de materia, en todo.
Los vikingos supone el alcance de una plenitud de Fleischer con relación a los actores. No me refiero a Kirk Douglas, actor de falsa carga interior, de falsos sentimientos secretos, de quien sólo cuenta para mí el baile de los remos y la primera sonrisa con cara de bestia al salir al aire libre, ver la entrada del barco de su padre en el fiord y gritar: « ¡Ragnar! ». Me refiero a las miradas tensas de la esposa adúltera a Douglas cuando le va a lanzar las hachas de la prueba, mientras en otros momentos sus gestos eran fláccidos.
Me refiero sobre todo a Janet Leigh. Richard Fleischer es un inteligente director de actores. Sabe conocer mejor que nadie los secretos de su presencia y sus impulsos físicos más íntimos; los gestos convencionales le importan poco. Llamo inteligencia a lo que demuestra el plano de Duelo en el barro, en que el rostro de Royal Dano acusa un fuerte estremecimiento ante la trampa tendida a Don Murray en la carrera de caballos. A lo que demuestra el momento de Barrabás en que percibimos la energía y la debilidad de los impulsos de Jack Palance ridiculizando a Anthony Quinn y su torpe manejo de las armas de gladiador. Hitchcock en Psicosis no se dio cuenta de lo que era Janet Leigh y la dirigió y planificó como si fuera Cary Grant o James Stewart. Asesinato. Orson Welles en Sed de mal sí demostró inteligencia, pero creyó que había cosas más importantes y se dedicó a cortar arbitrariamente la vida de Janet.
Como sucedía en Robert Wagner o en Joan Collins, lo que Fleischer busca en los momentos de plenitud es una dilatación incoherente de un gesto instantáneo, de un gesto o mirada que en general no es más que transición a otro. Surge algo nuevo que perfora la pantalla. En este intervalo prolongado cualquier movimiento resulta distinto. La inteligencia de Fleischer reside en su conocimiento de los recursos físicos del actor y en saber descubrirlo sin prejuicios. La cabeza de Janet Leigh vuelta hacia un lado, con una mirada absolutamente petrificada, en las escenas en que se obstina en no oponer resistencia a Kirk Douglas. El tiempo no transcurre. Kirk Douglas aprieta frenéticamente sus labios a los labios muertos, deformables, de Janet Leigh. Janet Leigh pelea y muerde – al principio – con furia de niña mimada. Chilla cuando Tony Curtis le rasga el vestido desde la nuca para que pueda remar. Lleva un pañuelo en la cabeza. Se le cae el pañuelo de la cabeza. Se apoya en un bloque de piedra durante la lucha final.
En la ensenada, a mitad del viaje. Tony Curtis desciende por entre unos árboles a la orilla. Allí está sentada Janet Leigh. Es mucho mayor; mira, se peina, se sostiene de otra forma. Tony Curtis empieza a hablarle, ella se echa hacia atrás, apoyando una mano en el suelo; la cámara avanza hacia delante (mirándola de frente), ella se echa de todo y apoya su cabeza en tierra. Ha sido.
J. M. P.
(Film Ideal n.º 139, Madrid, 1º de marzo de 1964, pp. 170-171) |
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