LA MUCHACHA DEL TRAPECIO ROJO e LOS DIABLOS DEL PACÍFICO
por José María Palá





Por su predilección hacia los argumentos sacados de historias verdaderas, era inevitable el encuentra de Fleischer con la crónica de sucesos dentro de una época cualquiera. Parece que solo él se ha dado cuenta de las maravillosas posibilidades del reportaje gráfico sensacionalista. Lo que me interesa ahora señalar es una cierta forma de concebir la película, un tono exactamente que tiene muchas posibilidades en cuanto a conocimiento y revelación de personas, relaciones y atmósferas, tanto o más que cualquier otro de los caminos emprendidos por Fleischer. Una vez adquirida y asimilada esta manera de reportaje gráfico, ha enriquecido su experiencia de acercamiento a la realidad y lo distinguiremos en todos sus últimos films. La muchacha del trapecio rojo le ha sido muy útil.

En Los diablos del Pacífico hay las muertes del coronel (Robert Keith), del guardaespaldas (Frank Gorshin) y de Broderick Crawford. Es en primer lugar una amplitud máxima del cinemascope. Cierta alteración en la forma de actuar de una o dos personas que hace que sus gestos, sus miradas, un traje que se han puesto nuevo, una postura o una forma de andar pisando un charco tengan significado intenso para una especie de coro que les rodea. Y los protagonistas tienen siempre en cuenta que están viviendo un acontecimiento ante todo el mundo, y con eso, a pesar de ello, siguen viviendo con toda intensidad. La gente permanece pasiva, avanza lentamente, está en silencio o da voces difuminadas en el conjunto, mueve la cabeza para mirar a los protagonistas. Las típicas escenas grandiosas de las películas románticas a toda potencia son algo parecido; la diferencia fundamental es que Fleischer insiste en mostrar el gran acontecimiento más situado que nunca en su entorno; el entorno es el aire, las materias que siguen tomando contacto, los hombres que siguen mirando, vivos; no son utilizados, ni estilizados. Toda estilización y todo romanticismo está en ellos mismos. Broderick Crawford se acerca del cadáver de Frank Gorshin y se arrodilla ante él, le da la vuelta, le pasa la mano por el pecho y el cuello y luego por la cabeza; al retirarla ve que está ensangrentada; mientras, van surgiendo sucesivamente cabezas, cuerpos de soldados de dentro de las trincheras entre columnas de humo y polvo, acercándose sin hablar; un plano estático amplio. La muerte de Crawford es el final de una secuencia de este tipo: al caer con la cabeza agujereada todos los soldados desaparecen, luego se aproximan al jeep y es el guardaespaldas superviviente quien llega primero, se queda mirándolo un rato, luego vuelve la cabeza en redondo mientras todos lo miran. Otro cinemascope estático. En vez de acumular elementos expresivos en los grandes acontecimientos, Fleischer se les acerca como una oportunidad de conocer mejor todo lo que está ligado a ellos. En vez de concentrarse abre más los ojos.

La muchacha del trapecio rojo es totalmente esto, desde el primer plano hasta el último, en todos los trajes, en las escenas íntimas y en los grandes golpes teatrales. No tiene nada de film romántico, hecho con voluntad continuada de tratarlo fría y objetivamente. Supongo que el origen debe estar en las montañas de periódicos, revistas y grabados de época consultados por Fleischer para documentarse en sus conversaciones con la protagonista del drama todavía superviviente. En Sábado trágico, rodada justo antes, no había nada de este tono, era todo mucho más subjetivo. Pero es que en La muchacha una conversación de Joan Collins con su madre, unas palabras echada en la cama con una venda negra en los ojos (para dormir con la luz encendida) o la misma escena del trapecio rojo toman el carácter de grandes acontecimientos en quienes los viven. Lo máximo es al salir de la cárcel, cuando Joan Collins no hace más que retrasarse un poco del grupo que acompaña a su marido y queda rodeada primero por los presos que estiran hacia ella sus manos, luego por los cazadores de autógrafos, y termina en el carruaje del empresario que le propone un contrato.

Mucho hay en el cinemascope de planos largos y estáticos, típico del Fleischer anterior a Los vikingos. Planos de un minuto o varios fijos o casi, como en la despedida Collins-Milland al llevarla al internado, o en el final de la escena del teléfono, o en la boda silenciosa con constante lluvia en las ventanas del fondo del salón. Puede parecer que esto se debe a un trato menos libre del cinemascope, propio de un período todavía de adaptación o bien de una forma más sencilla y directa de mirar las cosas. Cuando, al poco de comenzar Duelo en el barro, el grupo de vaqueros entra en el establecimiento de bebidas, la secuencia más bien breve tiene unos treinta planos todos medidos y precisos, puedo entonces decir: “voy a estudiar la evolución de la forma de planificar el cinemascope Richard Fleischer y para eso pensaré esta secuencia como un largo plano estático”. Imposible totalmente. Parece que la realidad es otra, incluso que los hombres pertenecen a distinto planeta y se relacionan de otras maneras.

Esta radical diferencia entre dos formas de lo que podríamos llamar “ver la escena” alcanza mucho más que una diferencia entre las líneas o tonos propios de cada film (que Fleischer menciona en su entrevista). Es una transformación total de Fleischer, aunque él pueda no haberse dado cuenta, pueda seguir hablando igual que antes de unos conceptos que en 1955 aparecían obsesionantes y en 1958 surgen naturalmente, pueda creer que ve a las personas relacionarse de las mismas formas. De aquí: 1) esto es consecuencia de su acercamiento físico y concretísimo al cine; 2) el plano largo y estático, aunque sea en cinemascope, no es dogmáticamente el mejor camino para restituir la presencia verdadera de las personas y sus relaciones, y los objetos, y la planificación muy precisa y medida no es dogmáticamente una reconstrucción de una realidad artificial e insuficiente; 3) hay que plantearse de cuando en cuando una forma de aproximación crítica al cine algo menos radicalmente analítica que la de “realidad en contacto con el director + mirada, registro, descubrimiento = film”. No es que haya que tratar el film monolíticamente, sino que la cuestión está planteada demasiado teóricamente.

He hablado de formas de relación. Existen unas relaciones, o, mejor dicho, un cierto nivel de relación entre personas, que en el cine solo se da dentro de los films de Fleischer. La escena penúltima de Sábado trágico muestra a Richard Egan soltando su carga de sentimientos amargos y depresivos, en unas frases intensas, mientras sus ojos se desahogan y vacían mirando al fondo del gran valle de la explotación minera que sigue en gran movimiento. Virginia Leith está a su lado, le ayuda con su presencia. Hay un sol fuerte y un viento de afueras de la ciudad que arrastra el humo del cigarrillo de Egan, revuelve el pelo de los dos y les hace mirar de una determinada manera. En La muchacha del trapecio rojo, por la noche en el pasillo del tren Joan Collins, con un pelo negrísimo y una bata azul brillante, Farley Granger le hace una escena de celos y se da media vuelta para mirar hacia la ventanilla; ella habla apartada de él, “si no fuera por tus celos todo sería diferente”; él la mira un momento entonces, la abraza, ella se da por entero.

Son relaciones de dos personas esencialmente otras, esencialmente diferentes. En Fleischer no hay dos en el mismo caso. No hay reciprocidad, no hay fusión, no hay ese aire de felicidad universal de las escenas de amor de Raoul Walsh, ni esta armonía de las de Richard Brooks. No tiene por qué haberlas, es otra cosa, otro nivel. Una de las personas habla, se mueve, vive continuamente, pero alterada, en un cierto desequilibrio; la otra parece no hacer nada, pero tiene su presencia y se entrega con todo su ser a la otra; entrega física en actividad continuada, entrega con esfuerzo constante y total de atención, hace como un receptáculo a la otra. Se ve muy bien en Duelo en el barro: la primera escena Don Murray-Lee Remick en casa de ella no tiene nada de la seducción consabida, estilo Hawks, Ford o Hathaway, que con seguridad pretendía el guionista.

Con relación a La muchacha del trapecio rojo, en Los diablos del Pacífico se advierte algo nuevo en estas relaciones, menos esquemático. En el puesto de observación, Buddy Ebsen sostiene a Robert Wagner, desecho en uno de sus ataques de temblores, a fuerza de hacerle hablar sin parar, pregunta tras pregunta, haciéndole asociar cosas. Un oportuno plano-contraplano a mitad del largo y estático plano secuencia descubre una mirada viva y potente de Ebsen cuando Wagner se apercibe de lo que él le ha estado dando y, a su vez, se da en cierta manera. Por primera vez en el cine vemos una verdadera amistad y amor entre dos hombres; agradezcamos a Fleischer el no hacer la menor insistencia comparándolo con “lo sucio de las relaciones entre otros hombres” etcétera.


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La verdad profunda de Los diablos del Pacífico reside en estar en un lugar, y andar, y correr, y saltar disparando sobre el enemigo una ráfaga terminando ese impulso antes de que el otro pudiera empezar a sostener el fusil haciendo fuerza en él, y ver que un hombre malherido, pero lanzado a toda velocidad, puede tirarse de cabeza a la trinchera y atravesar con la bayoneta a alguien. Un apresuramiento del esfuerzo de disparar que se hace físico y es una revelación de una persona, porque es ilógico y poco coherente, porque no se puede identificar con ningún otro tiempo (cosa que olvidan los que, con pretensiones de cine moderno, lo único que hacen es deformar las estructuras convencionales). Algo semejante tiene en La muchacha la escena del trapecio rojo, plena de almas y sentimientos físicos que una planificación desconcertada nos estorba ver con claridad.


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Unas miradas quemadas. Un rostro, unos ojos que absorben sin reflejos la radiación luminosa y calorífica del sol o el aire húmedo. Una mano con los dedos separados recorriendo el pelo rojizo de un cráneo sofocado y oprimido por el casco. Una piel irritada con consistencia de tela de saco y, sin embargo, perfectamente lisa y fina, ligeramente sudorosa. Que incorpora indisolublemente polvo, sangre y suciedad a su propia materia. Un gesto: esta piel irritada que se retuerce, se desgarra más reseca y quemada que nunca. Unos impulsos y unos alientos rozando con esta piel, este cráneo y estos ojos: los hombres de Los diablos del Pacífico; Robert Wagner. Su forma de contorsionarse al andar o al disparar; un culatazo dado con furia suficiente para hacer caer su propio casco; un empujón de frente, con la mano abierta, sobre la barbilla de Frank Gorshin que lo derrumba en el suelo, o simplemente el cambio de mirada al pasar de un movimiento que le altera algo a un acomodamiento o a un movimiento habitual (acto de sentarse al volante de su coche).


J. M. P.




(Film Ideal n.º 139, Madrid, 1º de marzo de 1964, pp. 167-169)

 

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