SÁBADO TRÁGICO
Es al poco de empezar. Una empleada de la biblioteca local (Sylvia Sidney) está leyendo un aviso del Banco que significa la ruina para ella. Lo deja para atender a su trabajo; sale de detrás de su mesa-mostrador empujando al carrito de recoger libros. Una cliente le consulta algo; ella se lo aclara no totalmente de manera formularia. Sus ojos tienen una mirada triste.
Entonces comienza a empujar con fuerza el carrito, cambiando de dirección; un poco lejos, la cámara se mueve acompañándola. Sylvia Sidney vuelca sus sentimientos afligidos y sus rabietas interiores en un esfuerzo físico. Pero no es un desahogo furioso instantáneo. El milagro es que este instante se estira, se prolonga; el estado de concentración inestable de tensiones encuentra una solución, un pasadizo secreto, un cauce inesperado por donde mantenerse. Ese estado de emociones impregna sus ojos, y todo su cuerpo, y los músculos tensos que empujan; y esta tensión se continúa, reacciona sobre el contacto de las pequeñas ruedas del carrito con el suelo.
Sylvia Sidney disuelve y ahoga sus sentimientos íntimos en este contacto continuado y uniformemente rápido, suave y algo elástico, totalmente silencioso. Por unos momentos lo que hay en sus ojos no es tristeza, ni amargura, ni rabia, ni otro cualquiera de los conceptos inventados antes de descubrir la cámara, ni nada parecido. Tampoco es cosa que se vea todos los días: se trata del estado instantáneo de un alma que ha logrado traspasar el umbral prohibido de la décima de segundo y se descubre ante nosotros.
Visto en conjunto y tal como ella hace este movimiento, obedece a un hábito repetido, es su trabajo cotidiano. El aire de un espacio inmenso ha sido captado por la cámara cinemascope: todo ha quedado integrado. Descubierto. No nos tienen ya que engañar explicándonos esquemáticamente lo que ha sido la vida de la bibliotecaria hasta entonces, ni las condiciones de su trabajo profesional, ni las causas de que se encontrara en ese apuro económico. Tampoco tienen necesidad de engañarnos intentando justificar la reacción que le hace robar el bolso. ¿Cómo se puede precisar esto? No es exactamente que conocemos a Sylvia Sidney, sino más bien que nos encontramos en un estado de conocimiento total que carece de la necesidad de explicaciones y análisis.
Esta actitud física ante las cosas, esta tensión, ocasiona en el espectador (como todo en el cine) una serie de sentimientos. Pero son sentimientos totales, avasalladores y libres como sólo puede llegar a producir la realidad que nos rodea, supuesto un estado de conocimiento considerablemente amplio. Tristeza inmensa, seca y helada, en Sábado trágico; alegría desbordada del incendio de Roma en Barrabás; serenidad limpia en los instantes finales de Duelo en el barro. Un aliento humano, cálido y consistente, que produce como un escalofrío y que vale por el lirismo y poesía escritos en mucho tiempo; por ejemplo, en Los vikingos, cuando Tony Curtis saca su espada del cuerpo – mirándolo – de un inglés al que acaba de atravesar.
La famosa violencia fleischeriana no es sino esto. Y de este conocimiento a través de un acercamiento físico dependen actitudes morales, relaciones tortuosas y atormentadas, testimonios sobre una sociedad y sus individuos frustrados, y todo lo demás de las películas de Fleischer.
“Me gusta hacer participar el espectador en la película...” “Apenas me gusta el suspense, pues demasiado a menudo es artificial y mecánico...” “... Me gusta que (el espectador) sienta el dolor, o la alegría, o lo que sea. Entonces, si se requiere una cierta dureza, en esta dureza existe...”
Por esto mismo Richard Fleischer se preocupa de que en todo momento y sin señalarlo quede evidente la materia de que están compuestas todas las cosas, la calidad de su superficie, los cambios bruscos o lentos que pueda haber en esta composición o calidad superficial. No me extiendo en aclarar esto, porque ya lo hace suficientemente Marcelino Villegas en su crítica de Barrabás. Señalaré:
1) Que en Fleischer casi todo se reduce a (o proviene de) unos estados de tensión o unas sensaciones de calidad de materia, y no sólo pienso en, por ejemplo, los dos chillidos desgarradores absolutamente secos de Margaret Hayes al sonar los dos disparos y caer. El hablar así no es reducir la importancia de la obra de Fleischer: sólo a través de esto la cámara puede llegar a ser un microscopio espiritual. Los primeros planos de rostro en los cineastas llamados espiritualistas sólo parecen reflejar el alma, porque hay una convención, que es la del primer plano de rostro, y que nos dice: “Cuando hay un plano así, estamos en presencia del interior del personaje”, y cualquier gesto poco corriente nos parece una revelación del alma del personaje (no habiendo más alma que la del actor, esto es ridículo). Los cineastas físicos pueden llegar a las almas en un plano general, en un plano medio o en un primer plano también.
2) Que en las películas de Fleischer existen auténticas rachas, acumulaciones de estos contactos, roces, transformaciones violentas, rupturas, magullamientos. Verdaderas y organizadas rebeliones de la materia. Los hombres se sumergen en un mundo nuevo: en realidad es el mismo de siempre, pero en esos momentos coinciden en intervenir casi en avalancha una serie de objetos externos o elementos del decorado. Que podrían actuar de muchas otras maneras, pero que ahora coinciden en hacerlo en función todos de su composición material, de su estructura interna o superficial, de su facultad de chocar o rozar con otros, produciendo desquiciamientos mutuos o nuevas texturas.
Los ejemplos más conocidos – los hay en todos sus films – son el final de Sábado trágico, todo Los diablos del Pacífico y probablemente la secuencia de las minas de azufre de Barrabás. Las reacciones entre materias, choques superficiales o roces, etcétera, tienen la propiedad de que son verdades irrecusables, acontecimientos sin reversión posible. En si son una de las armas más poderosas que tiene el cine para producir una sensación verdadera-física. Esto lo inventó hace mucho tiempo Mack Sennett con sus tartas de crema. Pero las tartas de crema tuvieron una consecuencia negativa: que estas reacciones fueron utilizadas precisamente como armas poderosas para producir unas determinadas sensaciones, e incorporadas como fórmulas seguras para golpes traumáticos. Muy pocos, King Vidor y Gordon Douglas entre ellos, supieron sustraerse a esta consecuencia.
La novedad de Richard Fleischer reside: A) en utilizar estas reacciones y sensaciones intencional y organizadamente y como elemento fundamental dentro del film; B) en descubrirlas con la cámara de modo que queden integradas en el conjunto del aire que les rodea; que sus coincidencias sean verdaderas casualidades, meros acontecimientos; que no rompan el tiempo, la sucesión de la vida – que no equivalgan a cambios de plano –; que no sean elementos puramente narrativos. (La apoteosis de las minas de azufre de Barrabás, teóricamente maravillosa, se convierte en un artificio mecánico de narración por obra y gracia del montaje y la banda sonora, y quizá también del color.)
En Sábado trágico y Los diablos del Pacífico, igual que en Duelo en el barro o Los vikingos, el que haya momentos en que todo funcione en un mismo sentido es algo que surge naturalmente de la realidad, y por eso después de salir del cine se puede hablar de rebeliones de la materia, de sumergirse todo en un mundo nuevo y de toda clase de conceptos ideales a base de destinos superiores.
En la escena final de la granja de Sábado trágico, Victor Mature y Ernest Borgnine con toda su familia tienen las manos atadas a la espalda y los ojos y la boca tapados con anchas tiras de esparadrapo. Mature se arranca las suyas mediante un clavo que encuentra a ciegas, primero la de los ojos. El clavo vibra con un sonido musical. Frotándolas con los dientes de una sierra se logra desatar las manos. Libera entonces a Borgnine, y éste, con ademanes cuidadosos, comienza a despegar los esparadrapos de su mujer. Perforación de una puerta de madera con un gancho. El automóvil azul con brillo metálico es puesto en marcha mediante una gran piedra en el acelerador y un rastrillo de fuertes púas de acero en el volante, y desgaja la puerta; los bandidos prenden fuego al depósito de gasolina – humo, paja, polvo –, y Mature y sus compañeros, cercados, no tienen más remedio que empujar el coche hacia afuera, poniéndose al descubierto, al aire libre. Un disparo que salpica agua del abrevadero mata a Stephen McNally.
La ciencia-ficción desencadenada en esta escena, que es como si hubiera algo en el aire que catalizara todos los procesos físicos en una determinada dirección unificada, no empobrece la realidad. Hay tres momentos particularmente: cuando Mature deambula con las manos atadas por el piso superior del establo para hacerse cargo de su situación, paseo tomado en un “travelling” lateral desde una galería paralela y opuesta, a bastante distancia; cuando Lee Marvin, tomado de cuerpo entero, se desliza pegado a la pared de madera roja para comprobar experimentalmente si Mature tiene o no armas. Sobre todo cuando, viendo a Victor Mature en el suelo fuera de combate, Lee Marvin, completamente tranquilo, afloja su tensión y se toma todo el tiempo que quiere para dar la vuelta al automóvil, cargar su arma y poder rematar así a Mature de la forma más cómoda y relajada; entonces vemos a Marvin acercarse de frente disponiéndose a disparar; aparece detrás Borgnine, y tras pensarlo un momento le arroja la horca que lleva en la mano, cuyas púas le atraviesan la espalda. Lee Marvin abre la boca, los ojos se le salen, se le corta en seco la respiración, cae muerto. Todo visto de frente, sin corte.
He hablado de algo que hay en el aire, de un cierto destino superior en esta rebelión de la materia. En realidad domina todo el film y es una idea de Richard Fleischer – algo dice de esto en la entrevista. Sábado trágico es una especie de antecedente del Preminger de Tempestad sobre Washington. El guión incluía un corto período de tiempo de una serie de vidas de habitantes de la misma ciudad y que de una manera u otra convergían en el acontecimiento base: el atraco del Banco. Fleischer proyectó una unificación de todas estas trayectorias en un solo transcurrir del tiempo y en un solo aire. En su primer cinemascope intenta captar esa cosa indefinible que hay en el aire de una población y que diferencia cada hora del día, ese perfume que todos sentimos cuando volvemos a nuestra ciudad habitual después de una temporada de vacaciones y vemos a la gente que sale a la calle, que vuelve a su casa, que se encuentra por casualidad; las conversaciones suenan distintas que en otros sitios y se anda por la calle con una soltura diferente.
Jamás ha estado tan bien el color DeLuxe de la primera época (y jamás el DeLuxe de la segunda época ha estado tan bien como en Duelo en el barro); con relación a lo que acabo de decir, nunca olvidaré, por ejemplo, a Margaret Hayes paseando al sol con un jersey amarillo en el campo de golf, hasta detenerse junto a un árbol a hablar con su amante que la acompaña. El film son unos largos planos cinemascope, fijos o con pequeñas panorámicas, en los que los hombres y las mujeres se unen, se separan, algo los relaciona en un mismo transcurrir del tiempo. Se ve el aire y se descubren personas moviéndose a una hora concreta del día; pero el procedimiento resulta artificial porque es algo forzado y superpuesto, añadido, y ensucia casi todas las escenas, aun las que conocemos más totalmente. Vayan algunos ejemplos:
El film se abre con unos planos fijos y panorámicas lentas del gran valle amarillento de la explotación minera. Una gran explosión. Espacio inmenso. Después del genérico aparece un autobús que para y de él baja el primer protagonista, Stephen McNally. Un automóvil conducido por Margaret Hayes casi lo atropella. Entra en el hotel y se vuelve para mirar a una enfermera (Virginia Leith) que desciende las escaleras. Recorre la calle y al pasar bajo una ventana del Banco alguien levanta las persianas: es el apoderado, Tommy Noonan, que mira al exterior.
Secuencia siguiente: plano fijo muy largo de una gran llanura horizontal cruzada por unas vías de tren. Pasa el tren y desaparece. Interior: los otros dos gangsters en asientos contiguos. Se levantan y andan por el pasillo central; ven allí a una familia de cuáqueros y hablan con ellos.
Siguientes: una señora entra en la biblioteca de la ciudad, la cámara le acompaña hasta encuadrar en primer término a Sylvia Sidney. Esta se aleja y empuja el carrito, la cámara la sigue, al fondo está Stephen McNally estudiando una maqueta de los alrededores de la ciudad. Al darse cuenta de que él (precisamente él, que va a atracar al Banco) es el único que ha visto a Sylvia Sidney robar el bolso sonríe divertido y vuelve la cabeza hacia otro lado. La bibliotecaria termina su viaje con el carrito seguida por la cámara; McNally sale de la biblioteca y oye una gritería infantil, se asoma a ver qué pasa. Panorámica rápida que empieza en McNally y termina en dos muchachos que pelean rodeados de un coro de espectadores. Uno de ellos sabremos que es hijo de Victor Mature. La policía interrumpe el jaleo; al poco, Mature llega en su coche abriéndose paso entre la gente.
Seguimos ahora a Mature en su trayecto que pasa por las minas y termina en su despacho de dirección. Al entrar su secretaria le da un paquete; él, sin dejar de andar, se tira el paquete de una mano a la otra y su movimiento se dirige a otra puerta (todo en una panorámica en ángulo recto) que se abre y podemos ver, de frente casi, a Richard Egan, que recibe a Victor Mature haciéndole una foto con flash. Interior del otro despacho, Egan continúa su movimiento y coloca la máquina fotográfica con disparador automático sobre la mesa, luego se pone junto a Mature, en ese instante funciona el flash y no ha pasado un segundo cuando los dos socios se separan y vuelven a moverse y hablan. Richard Egan no ha parado de hablar en todo el rato y todo ha sido un plano: una de las más interesantes escenas de verdadero cine musical que Fleischer introduce con cierta frecuencia – sobre todo la media vuelta rápida con que Egan inicia su movimiento.
Así vemos, por primera vez, a todos los protagonistas de las historias entrelazadas de la película – la más significativa es la aparición de Egan con el flash y poniéndose en marcha inmediatamente, sin detenciones o cortes para la presentación – y así es toda la película. Obedece en cierto modo no sólo a un planteamiento exclusivo de Sábado trágico, sino a una forma de acercarse a la realidad que entonces tenía Fleischer. Estudiaré este acercamiento al hablar de La muchacha del trapecio rojo; señalaré ahora dos cosas: A) Que Fleischer intenta conseguir una fascinación que tiene bastante de artificial. Fascinación a base de mostrar un movimiento implacable pero excesivamente construido. Pensemos sobre todo en esos encuadres cinemascope, que tanto hay en todas sus obras, pensados con el fin de captar lo mejor posible la desaparición de una persona u objeto haciendo que el vacío que deja sea inmenso y proporcione una enorme sensación de peso a lo que ha desaparecido y al hecho transcurrido. Fleischer prescindirá cada vez más de estos efectos demasiado construidos y en sus últimos films (¿obedecerá también a un mayor trato con el cinemascope?) estas desapariciones actuarán más sobre los protagonistas y menos forzadamente sobre el espectador.
B) Que el Fleischer de Sábado trágico peca de bastante falta de confianza en que las cosas surjan naturalmente y, por eso, necesita construir artificialmente relaciones. Me parece que es eso lo que piensa Javier Sagastizábal al clasificar a Fleischer entre los cineastas predominantemente técnicos. Cuando cae herido uno de los hijos de Ernest Borgnine y la madre y los otros lo echan sobre un montón de paja y se disponen a atenderlo, la cámara se eleva y separa del grupo para acercarse al rostro de Borgnine, estableciendo una consecuencia, un principio de duda de sus preceptos pacifistas que no viene mostrada directamente en el actor. Estos efectos son mucho más sensibles por el hecho de ser Fleischer en otras ocasiones el más natural y ontológico de todos quienes hacen cine.
Esta falta de confianza, peculiar de Sábado trágico y de bastantes momentos de Los diablos del Pacífico y aun de Los vikingos, se traduce en la intencionalidad con que aparecen algunas de las obsesiones predominantes del director y que revelan en él una evidente inmadurez personal si pensamos en lo que será Duelo en el barro. La insistencia en que los gangsters no parezcan absolutamente perversos llega a molestar en el caso de J. Carrol Naish (el de gafas), sobre todo cuando en pleno atraco da unos caramelos al hijo pequeño de Victor Mature. Molesta porque Fleischer todavía reconoce en el fondo de su corazón que existen buenos y malos, y lo que busca esforzadamente es una ambigüedad, mezclando en una persona detalles sádicos y angelicales. Esto sabe más a una miserable técnica convencional del género policíaco negro que al conocimiento libre y amplio de las cosas y las personas por encima de toda clase de conceptos moralistas, que testimonia también Duelo en el barro.
Pero también lo testimonia Sábado trágico en otros momentos, totalmente alejados de los horrores del thriller típico. Lee Marvin, que en su base tiene todos los elementos del gangster pintoresco (inspirado posiblemente en el Richard Widmark de La calle sin nombre, de Keighley, incluyendo el inhalador nasal), en el film lo conocemos y amamos: es uno de los máximos actores de Fleischer. Sus cambios de mirada cuando intenta ver algo con un nivel de atención o punto de vista diferente del que tiene. Toda su incomodidad y sus prejuicios casi infantiles mezclados con la fascinación que le produce la simple presencia de Naish a su lado: escena en que dice a McNally que ha observado detenidamente a Naish mientras dormía y “es malo, estoy seguro”; momento en que McNally le ordena que ponga a Mature una venda en los ojos y él se da el gustazo de sacarle a Naish su eterno pañuelo del bolsillo y de ver la cara de desconcierto y enfado que pone; en los preparativos inmediatos del atraco, Naish se dedica meticulosamente a pasar un trapo por todos los muebles de la habitación y lo deja abandonado en los pies de la cama en que está sentado Lee Marvin: éste, con aire de hipnotizado, lo coge y sigue refrotando los pies en la cama hasta que medio se da cuenta y la reacción es poner un pie sobre el colchón y limpiarse el zapato. Su muerte; una de las poquísimas muertes súbitas en que en ese instante seguimos conociendo a la víctima con toda intensidad.
Por Lee Marvin, por la tristeza helada y geométrica de los ojos de Sylvia Sidney (y su cuerpo, viejo pero que ha trabajado, y sus miradas sostenidas y libres a la ventana que el apoderado del Banco mira por la noche, y su descarga sobre éste), por una voluntad elogiable de sacar a relucir algo de alma de Victor Mature (larga escena estática en el dormitorio con su hijo; en la granja del final la sonrisa con que se hace cargo de su situación y la posición de la familia de cuáqueros; la mirada desde debajo del coche), por la ciudad, la luz, el color, el espacio, la pelea en la granja y una maravillosa penúltima escena Richard Egan-enfermera vale la pena el ver y volver a ver Sábado trágico.
Entrando a verlo con suficiente amplitud y libertad de ánimo, Sábado trágico es (lo ha sido para mí) posiblemente el film más triste de la historia del cine. Sobre todo en la penúltima escena citada. Pero es una tristeza real, total, desolada, que impone. Sin dramatización ni aspavientos; es una tristeza ontológica. La tristeza, la felicidad, el humor, el terror, el amor, etc., ontológicos son patrimonio exclusivo de los más grandes films. Mezclar estos sentimientos con crisis, instantes dramáticos o conciencia de situaciones límite suele ser manifestación de insuficiencia para hacer que emanen libremente sin literatura.
Es curioso observar cómo hay un momento en que Fleischer parece haberse dejado arrastrar por esa corriente que iba surgiendo ante sus ojos a través del cauce que él mismo había abierto. Escena entre Richard Egan y su mujer cuando él despierta de su borrachera: terminan los dos abrazados, acurrucados en la escalera. Entonces Richard Fleischer hace algo que no le he visto en ningún otro film y que es de una falta de dominio – también de confianza – inexplicable a primera vista (¿razones personales?): cambia de plano para alejar lentamente y durante mucho rato la cámara de ellos dos...
(Film Ideal n.º 139, Madrid, 1º de marzo de 1964, pp. 164-166)
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