THESE THOUSAND HILLS
por Miguel Marías





No es, en sentido estricto, mi western favorito, pero sí, sin la menor duda, uno de los que prefiero; además, me parece la mejor película de un director poco considerado pero que yo, reconociendo que su carrera es irregular, cada día aprecio más. No diré que sea una obra maestra, pero estoy seguro de que me lo parece: desde la primera vez que la vi, hace treinta y cuatro años ya, hasta hoy, tras muchas revisiones, siempre me ha producido el mismo entusiasmo, la misma emoción, idéntico placer e idéntica admiración.

Como muestra del género es ejemplar. Procura grandes espacios; un pueblo de rápida expansión y que se aburguesa y puritaniza al tiempo que progresa económicamente y se abre camino la civilización de la ley y el orden; forajidos, terratenientes, ingenuos vaquero, chicas de saloon, jugadores amargos y aristocráticos, rebaños de vacas, caballos; pero además prodiga inteligencia, madurez, claridad y sentido de la justicia – y de escándalo ante la injusticia – en su sutil análisis de una sociedad cambiante y de la evolución de sus personajes. Carece de héroes, apostaría que es sumamente realista y escapa de toda mitificación. Es, además, como tantos westerns, un relato de aprendizaje, pero en más de un terreno y en diferentes direcciones.

Tiene un reparto insólito, pero perfecto, con algunos de los mejores y más oscuros secundarios de su época: Richard Egan y Stuart Whitman, el siempre patético Royal Dano, el estable Harold J. Stone. Tanto Don Murray como Lee Remick están magníficos. La fotografía en Color De Luxe y CinemaScope de Charles G. Clarke está entre las más admirables que he visto: nunca he vuelto a encontrar una captación tan palpable del fresco de la madrugada, del sudor del esfuerzo, del brillo de la piel de los caballos, del cansancio de los cuerpos, del dolor de los golpes, del agua de un río, de la solidez o endeblez de diversos elementos de madera – una mesa, una escalera, una cerca –, de la luz cambiante de las horas del día y de las estaciones, de la nieve, de los pastos, del barro. Cuenta con una canción, la del título, que me ha condenado a buscar infructuosamente discos de Randy Sparks, y con una música de fondo acertada, discreta, hermosa y funcional. Tanto en interiores como en exteriores, en primeros planos de dos actores como en grandes planos generales de miles de vacas o de las “mil colinas” de Montana a que alude el título original, el empleo del formato más ancho es admirable: rasgo este habitual en Fleischer desde 1954, y uno de los más distintivos de su poco llamativo estilo, por aquella época alejado de cualquier efectismo.

Su falta de pretenciosidad quizá explique que los aficionados al western psicológico pasaran de largo junto a esta película verdaderamente madura, crítica e inteligente, en el fondo bastante paralela a Prima della rivoluzione, de Bernardo Bertolucci; lúcida como Wild River, de Elia Kazan; trágica como The Hustler, de Robert Rossen, y Sweet Bird of Youth, de Richard Brooks; compleja e imparcial como A High Wind in Jamaica, de Alexander Mackendrick; dura como Rio Conchos, de Gordon Douglas; sobriamente lírica como The Wonderful Country, de Robert Parrish, y Run for Cover, de Nicholas Ray. Perfecta ilustración de las virtudes del cine clásico norteamericano en su momento de máximo esplendor y de madurez, poco antes de emprender el descenso, es una gran película sobre el amor y el descubrimiento del erotismo, pero también sobre la ambición y su poder corruptor, sobre la sociedad y la soledad, sobre la discriminación y la integración en un grupo, sobre la amistad, la tentación, la traición y la vergüenza. Cuestiones universales de ética sobre las que no se discursea, sino que están encarnadas en la peripecia dramática que viven unos personajes a los que llegamos a conocer y comprender como pocas veces, en una historia lineal que se nos cuenta ciñéndose a lo esencial, con orden y serenidad, con exaltación y pudor, con tensión y ternura, con delicadeza y violencia sugerida. Hay en These Thousand Hills un exaltante sentimiento de armonía y plenitud, que intuimos precario, como todo equilibrio inestable, que se quiebra luego, a veces dolorosa o muy brutalmente, bajo el peso de las contradicciones, la presión de las opciones impuestas, el malestar que provoca el conflicto entre la libertad y la conveniencia. Hay también una trágica impresión de que el paso del tiempo lo erosiona todo, de que nada se consigue si no es a cambio de otra cosa, y de que este dilema no tiene escapatoria.

No hay que olvidar el guión de Alfred Hayes, que escribió Clash by Night y Human Desire, de Fritz Lang, ni la novela de A. B. Guthrie Jr., autor de The Big Sky y Shane, pero lo fundamental es una dirección de actores que hoy se ha olvidado: para saber lo que unos ojos, una mandíbula, los hombros o la manera de andar pueden expresar, hay que haber visto a Callie (Lee Remick) cuando baja de arreglarse y se encuentra que Lat (Don Murray), en un ataque de timidez y miedo, se ha ido, dejando en marcha la cajita de música; y a Lat, tras beber para darse ánimos con un borrachín en un establo, tambaleándose camino de la casa de Callie. O, más tarde, al celoso Jehu (Richard Egan) borrando con un cuchillo la dedicatoria a Lat en la tarta de cumpleaños que le ha hecho Callie. O el despecho y la decepción de Tom, cuando reprocha a Lat haber dado de lado a sus amigos. O a Lat confesando a su mujer, la pobre Joyce (Patricia Owens), su relación con Callie, y lo que le debe, y diciéndole que tendrá que creerle. O a Lat apartando una cortina y descubriendo el rostro de Callie golpeado, desfigurado por Jehu. O a Lat yendo a jugarse su reputación social, su futuro y su matrimonio dando la cara, peleando por ella con Jehu, en parte para perdonarse a sí mismo por no haber logrado evitar que ahorcasen a Tom (Stuart Whitman), tras haberle hecho de menos negándose a ser su padrino de boda, en parte para no traicionar a todos sus amigos, sacrificándolos para hacerse un lugar en el sol y dejarse llevar hasta el Senado por los propietarios respetables de la región.




(Nickel Odeon n.º 4, otoño de 1996, pp. 121-122)

 

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