IMPULSO CRIMINAL
por José María Palá





De una base literaria del tipo estadísticamente comprobado como horrible, Richard Fleischer ha extraído un enfoque central de su film, el resto de ella se ha quedado en accesorio. El propio título, maravilloso, de Compulsion sugiere por sí solo este enfoque, puramente físico y que, en Fleischer sobre todo, no puede permitir el menor apriorismo.

Los dos protagonistas se complacen en experimentar entre ellos su capacidad de controlar sus reacciones, juegan a abarcar todos los factores del acontecimiento que se enfrenta a ellos, acontecimiento que con frecuencia ellos mismos eligen. A fuerza de analizarlos sistemáticamente, sus impulsos se reducen a corrientes nerviosas con perfecto dominio mecánico sobre ellas. El único factor exterior que pueda haber en estas decisiones es puramente ocasional.

Bradford Dillman y (más todavía) Dean Stockwell pasan a ser autómatas. Por su forma y hábito de moverse y llevar sus trajes semejan hombres que sólo son piel – una piel de chapa metálica –, huecos con dentro y carentes de todo tejido blando deformable. Sus músculos sólo existen cuando están en período dinámico de contraerse o relajarse; si no, se aniquilan economizando energía. Todo es funcional. Cuando respiran es aire que entra y sale ocasionando un roce, sin aumentar el volumen del cuerpo ni hacer sentir un empuje, ni un peso. A muchos efectos sus cuerpos no pesan, y casi nada pesa en Compulsion, film de superficies y de vacíos. Pocas veces hemos visto, libre de falsos efectos de luz, una risa como la de Dillman, tan privado de empuje.

Perfectamente controlados sus más pequeños movimientos, pueden seguir con la mano o el cuerpo una superficie adaptándose a todos los detalles y esquinas, sin vueltas inútiles. El brazo de Stockwell ejecuta un movimiento mínimo medido al coger una americana para ponérsela, estando todo en el juego ultrarrápido de su muñeca y dedos, y lo mismo cuando busca en sus bolsillos las gafas y termina cogiéndose la frente. Todo sin la menor sensación de peso, de acción de las fuerzas de inercia, de esa especial corporeidad que es toda la emoción de, por ejemplo, los films de Walsh y Edwards.

Fleischer ha sido siempre muy aficionado a los espacios vacíos. Pero en Sábado trágico actuaban sobre el espectador forzándole, y realmente eran efectos de cine subjetivo a través de la luz, la temperatura, el polvo, el brillo. De esto aquí no queda nada, incluso la nube de un flash parece un cuerpo errante por los espacios interestelares. La desaparición de Stockwell por la escalera fascina a su hermano, que se ha quedado mirando el vacío que ha dejado detrás suyo, pero nosostros, espectadores, sólo miramos el funcionamiento de esta fascinación.

Este vacío sideral en cinemascope, que, a pesar de todo, conserva las propiedades luminosas, térmicas, etc., proporciona una claridad y libertad verdaderas, por ejemplo, cuando Dillman da un puñetazo seco en la mesa con un vaso en la mano, y al romperse se corta en un dedo, mientras, en un abrir y cerrar de ojos, el vacío que hay detrás se llena de parejas danzando frenéticamente. O cuando atraviesa por entre un enjambre de periodistas que los policías casi no pueden contener, alcanza por fin el ascensor y allí ríe y se mueve con todo el espacio para él solo, fresco y libre.

Dean Stockwell se comporta como un robot – mirada, gestos con el cuello rígido, caída de los brazos, forma de bajar la escalera, miradas y palabras a su hermano, y sus impulsos son como pequeñas explosiones silenciosas y huecas, algo cuya potencia contrasta con el vacío en que se apoyan (parecido era el Farley Granger de La muchacha...). Lo que hace de Fleischer un gran humanista es que se coloca con su cámara de forma que se perciba el instante de vida que hay dentro de cada uno de esos impulsos, dentro de cada decisión, dentro de cada rapidísima compilación de factores. A veces se dilata este instante en un desmoronamiento del actor al perder súbitamente todo apoyo – como cuando los que le interrogan revelan a Stockwell el descuido de su compañero y él huye sin control hacia la puerta, choca con los policías, grita. Lo mismo en las escenas con Diane Varsi, lo mejor del film. Diane Varsi: en el intento de violación, incluso cuando empieza a caer hacia atrás, coexiste su impulso activo de seguir apoyando a Stockwell y darse a él totalmente, con la conciencia física de lo que a su persona le está sucediendo. A las cosas que él le dice responde ella con unos gemidos tensos e incoherentes, lo sigue recibiendo todo de Stockwell, no hay nada semejante a un movimiento de compasión.

La cámara de Richard Fleischer es implacable con los actores de gestos seguros. No pueden engañarnos. Se detecta fácilmente su segunda naturaleza, personal, interior, otra que la que quieren aparentar. Así, Kirk Douglas y Anthony Quinn; algo así, Orson Welles, que queda al desnudo ante Fleischer (no siempre). Lo conocemos aquí mucho mejor que en Sed de mal o El proceso, lo conocemos en toda su ingenuidad y astucia, su energía y debilidad, su moral, sus deseos de honradez y sinceridad por encima de lo que el mundo diga, etc., en el momento de su discurso final, que dice: “Yo pido para el futuro un mundo en el que no haya odio...” O cuando, tras conocer a los dos jóvenes, toma actitud ante ellos. Hay entre los tres una corriente de apoyo y de mirada de igual a igual.

En el proceso en sí, muchos planos son físicos y verdaderos. Es muy interesante percibir la diferencia entre las miradas, el efecto que sobre unos producen las palabras de otros, etc., pero aquí todo está visto estableciendo una lógica artificial en el espectador del film, film que deja de ser una mirada sobre el funcionamiento de la realidad. Es falso.


J. M. P.


(Film Ideal n.º 139, Madrid, 1º de marzo de 1964, pp. 172-173)

 

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