IMPULSO CRIMINAL
A sangre fría
El rodaje de Impulso criminal, o Compulsion, para Darryl F. Zanuck le permitió a Richard Fleischer poner en práctica los conocimientos adquiridos en la Escuela de Arte Dramático de Yale dentro del terreno de las composiciones dramáticas. « En películas como “Impulso criminal” o “El estrangulador de Boston”, por poner algún ejemplo – dijo Fleischer –, utilicé una cosa que me gusta mucho: descentrar la cámara, o sea, descompensar visualmente una escena; es algo que a ti, como espectador, puede no llamarte la atención, y eso es una ventaja: sólo percibes que hay un efecto de descompensación, un desequilibrio, y eso funciona muy bien en historias de criminales psicópatas ». De eso se trata precisamente en Impulso criminal: dos jóvenes de la alta sociedad de Chicago, obsesionados por la teoría nietzscheana del superhombre, deciden cometer un crimen perfecto basándose también en la creencia de que ambos poseen una inteligencia fuera de lo común que les permitirá quedar impunes y, de paso, demostrar su superioridad. La historia está basada en un hecho real acaecido en 1924, que inspiró la obra de teatro Rope de Patrick Hamilton llevada al cine por Hitchcock, pero el guión del film, basado en un libro de Meyer Levin y escrito por Richard Murphy, se centra, o intenta centrarse, en los hechos escuetos, en lo que podría denominarse la crónica casi documental del suceso. En primer lugar, intentando describir la psicología de los dos criminales, Judd Steiner (Dean Stockwell) y Artie Straus (Bradford Dillman). En segundo lugar, mostrando fríamente los hechos correspondientes a la investigación criminal a través de la conducta del fiscal Horn (E. G. Marshall). Y en tercer lugar por medio del funcionamiento de la maquinaria judicial, retomando a los tres personajes anteriores y añadiendo un cuarto: el abogado defensor Jonathan Wilk (Orson Welles).
Como sucede en algunas de las mejores películas realizadas por Fleischer, Impulso criminal no puede entenderse si no es observando los efectos de planificación y puesta en escena: no se trata de una narración sino de un comentario (psicológico, psiquiátrico) de los hechos. Fleischer planifica las secuencias centradas en el personaje de Dean Stockwell siguiendo la estrategia de la tensión; y las centradas en el personaje de Bradford Dillman se distinguen por la frialdad del tratamiento y por la forma de llenar espacios vacíos. No es extraño que así sea tratándose (Fleischer) de un realizador interesado por la psiquiatría y por la crónica de sucesos: Judd Steiner es un joven emocionalmente inestable, dependiente de Artie, a quien admira, cuya inestabilidad es causa de tensiones y desequilibrios que Fleischer muestra siempre por medio de encuadres descompensados (véanse las modélicas secuencias del intento de violación de Ruth/Diane Varsi en el parque o la primera conversación que mantiene en su casa con su hermano mayor, Max/Richard Anderson); Artie Straus es más inteligente que su amigo, pero también más frío (el momento, difícil momento, en que prorrumpe en carcajadas se revela como mucho más efectivo que otras famosas carcajadas histéricas cinematográficas, así las finales de El tesoro de Sierra Madre u Operación Cicerón), y Fleischer lo filma siempre procurando resaltar el vacío a su alrededor (un vacío que parece atraer el frenesí, la violencia: cuando Artie rompe el vaso en el bar y se aleja del encuadre, éste parece incompleto, el vacío pesa dramáticamente, hasta que se llena de parejas danzando un frenético charleston). Es lógico que así sea: Artie Straus es el jefe espiritual de la pareja y quien proclama con más convicción la necesidad de vivir una vida desprovista de emociones humanas: su frialdad es el eje dramático de cada encuadre en el que aparece, y su ausencia reclama o parece reclamar a gritos la violencia que subyace en su personalidad. En esa misma secuencia del charleston hay otro buen ejemplo del concienzudo trabajo de puesta en escena de Fleischer: cuando Judd conversa con Ruth, los encuadres que muestran de frente a Diane Varsi tienen el fondo del espacio donde los demás bailan (se trata de una chica integrada en el ambiente del local), mientras que los encuadres que muestran de frente a Dean Stockwell tienen el fondo de la pared (se trata de un joven que está fuera del ambiente, ensimismado, como destaca también la interpretación del actor).
La aparición escénica del abogado Jonathan Wilk, que en principio puede molestar por cuanto tiene de servilismo a la endiosada aparición de Orson Welles (hay algarabía en la estancia; entra Welles y todos callan y se vuelven a mirarle), introduce en el film otro elemento en el que Fleischer siempre se mostró muy interesado: la religiosidad, considerada como intervención del destino, como una predestinación, que daría lugar para un extenso comentario aparte. Baste con decir que, aparte del discurso contra la pena de muerte (por medio de la denuncia del odio hacia el culpable, hacia el castigo bárbaro; por medio de resaltar que la crueldad sólo engendra crueldad, que el odio no se destruye con el odio sino con la caridad y la comprensión), y aparte también de la breve pero eficaz aparición del Ku Klux Klan, el abogado Wilk, portavoz del realizador Fleischer, pone el acento sobre el providencial hallazgo de las gafas de Judd al lado del niño asesinado por los dos amigos. « Dios no tiene nada que ver con eso », dice Judd. « En los próximos meses te preguntarás si no fue Dios quien hizo caer las gafas de tu bolsillo », es la respuesta de Wilk. « Creo que la moral de todo esto es que uno no puede escapar, haga lo que haga, a ese elemento del destino que siempre nos atrapa en algún momento. Y es muy extraño en “Compulsion”, porque el asunto ese de las gafas era un incidente real. Era la mano de Dios. Porque, como se dice al final, si no lo hizo Dios, ¿quién lo hizo? », fue el comentario de Richard Fleischer.
(Dirigido por... n.º 225, Junio de 1994, pp. 16-17) |
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