LEOS CARAX: UN PROSCRITO
por Miguel Marías


Nada hacía suponer, ni en 1984, cuando se estrenó Boy Meets Girl, ni menos aún dos años después, cuando lo hizo Mauvais sang, que cinco más tarde, con Les amants du Pont-Neuf, probablemente su obra máxima, y una de las más arrebatadoras y desgarradas de las últimas décadas, Leos Carax (Alexandre Oscar Dupont, nacido en Suresnes, en 1960) iba a convertirse en el equivalente europeo (y para colmo, ¡precisamente en Francia!, país de la libertad cnematográfica) de Michael Cimino, sin que tampoco su penosa situación haya mejorado sustancialmente en los ya ¡veinte años nada menos! transcurridos desde entonces.

¿Cuál fue el error de Carax? ¿Qué delito cometió? En apariencia, el mismo que Cimino: gastar demasiado dinero en su (también) tercera película, tropelía severamente penalizada por la industria, decidida - aunque le saliese caro - a asegurarse de la catástrofe anunciada mediante una mala distribución (y un remontaje mutilador, en el caso de Heaven’s Gate) para que la película en ningún caso - ni por casualidad - pudiera tener éxito y utilizar así a Carax (como la industria y el grueso de la crítica americana hicieron con Cimino) como « chivo expiatorio » para desacreditar los « excesos » y el « libertinaje » de los « autores » que pretenden ser libres, a los que acusan de desentenderse del público y de los « imperativos comerciales ». Este « pecado mortal » forma parte de una ofensiva general de los productores, distribuidores y exhibidores de películas, inconscientemente apoyados por una parte de la crítica autoproclamada « moderna », que había decidido, tras muchos años de « autorismo » - practicado desaforadamente hasta por sus teóricos adversarios -, cambiar de sintonía y oscilar bruscamente a la negación incondicional (y nunca convincente o satisfactoriamente explicada) de la noción misma de « autor » (calificada de « romántica », y por tanto anticuada y « reaccionaria »), proporcionando incluso una base teórica supuestamente « avanzada » para que los responsables del cine como negocio recuperaran todo el poder (véase con qué frecuencia los anuncios de películas estrenadas omiten la mención del director o lo incluyen, en todo caso, en tipografía tan pequeña que es estrictamente ilegible, salvo que el realizador en cuestión tenga « valor de cambio » suficiente, trátese de Almodóvar, Von Trier o Malick).

Tal vez comparta Carax con Cimino (al que, por lo demás, en casi nada se asemeja) una ambición artística desmedida y una fuerte personalidad, que se traducen en el intento de conseguir a cualquier precio, a toda costa, hacer lo que quieren, estén equivocados o no, y en una cierta (aunque, a mi entender, razonable) incapacidad (también compartida por otro gran « inactivo », Víctor Erice) para aceptar condiciones de « control » peores que las disfrutadas anteriormente, por mucho que el grueso de sus colegas las toleren. Y es precisamente esta falta de disposición para « ceder sus derechos » o abdicar de sus prerrogativas como cineastas la que explica el encarnizamiento y la persistencia de las campañas contra ellos, que pretenden que sus carreras truncadas sirvan de escarmiento a posibles émulos y discípulos (si no los tienen, se inventan).

Naturalmente, uno se pregunta si los costes (ya que nada importa a los propios financiadores agravar las pérdidas con una estrategia que reduce los ingresos potenciales) es la causa real y verdadera de este encono, o más bien una excusa (lo que el caso de Erice, nada derrochador, y menos aún con su tercera película, parece confirmar), y en realidad hay algo que molesta (aunque inconfesadamente, no vayan a ser acusados de atentar contra la libertad de expresión) en el tono, la manera y el contenido de sus obras, acentuado en cualquiera de estos casos precisamente en las respectivas terceras películas. Que la versión que ofrecía Cimino de las luchas entre terratenientes ganaderos asociados e inmigrantes estuviera por vez primera claramente ideologizada, lo mismo que la afición de Carax a mostrar un submundo que la sociedad no quiere ver, me parecen razones más plausibles.

Naturalmente, las sanciones han sido proporcionales al estilo y el tamaño de las industrias de sus países: después de El sol del membrillo (1991), Erice ha rodado un corto de 10 minutos y un mediometraje de 35, que en España ni se han distribuído, aparte de alguna otra cosa (breve) no vista, hecha en solitario; después de Heaven’s Gate (1980), Cimino ha dirigido cuatro largos - Year of the Dragon (1985), The Sicilian (1987), Desperate Hours (1990) y The Sunchaser (1996), todos excelentes - y el corto No Translation Needed (2007); mientras que Carax, tras Les amants du Pont-Neuf (1991), ha logrado realizar el corto Sans titre (1997), el largo Pola X (1999) y su versión televisiva Pierre ou les ambiguïtés (2000), dos videoclips de Carla Bruni cuando aún no era tan famosa (2003), y otros cuatro trabajos breves en 2005, 2006, 2008 (Merde) y 2009, sin que hasta ahora se haya confirmado el rumor (que circuló hace unos meses) de que vaya a emprender un nuevo largometraje[1].

Boy Meets Girl (1984) era un típico primer film (antes había realizado un corto y escrito algunas críticas en Cahiers du Cinéma), decididamente en la estela de la nouvelle vague, de cuya eclosión se cumplía precisamente el primer cuarto de siglo: actores con encanto (Denis Lavant y Mireille Perrier), semidesconocidos y jóvenes - como el propio director, que tenía 23 años -, pocos personajes, fotografía en blanco y negro, una historia sencilla (la más típica desde el cine mudo, la enunciada en inglés por su título: chico conoce chica…), y un tono más o menos romántico, fantasioso, triste y cómico a la vez, y ásperamente amable; ni siquiera faltaba la influencia más común (aunque soterrada) a toda la Nueva Ola, tanto la de la Rive Droite (Godard, Rivette, Truffaut, Rohmer) como la Gauche (Marker, Resnais, Varda, Demy, Kast, Doniol-Valcroze) o sus antecedentes (Franju, Melville) y epígonos (Pialat, Eustache, Pollet, Assayas, Guiguet, Brisseau, etc.), es decir, la de Jean Cocteau, ni la segunda, más patente y reconocida, la de Robert Bresson (en el caso de Carax, más el de Quatre nuits d’un rêveur, L’argent o Le diable probablement que el de Pickpocket).

Era un film ejemplar en su economía, rodado con pocos medios y que tuvo un éxito notable tanto de crítica como de taquilla. Recuerdo haber escrito, cuando su estreno en España, proponiéndolo no como un modelo que debieran imitar, sino emular desde sus propias circunstancias, los jóvenes directores españoles, que tenían que suplir la falta de dinero y medios con personalidad, estilo e imaginación, y a ser posible entroncándose en la tradición cinematográfica, aunque fuera para seguir caminos divergentes y hasta opuestos.

El segundo largo de Carax, Mauvais sang (1986), acentuaba, ensombrecía y desarrollaba de una manera más agresiva y fulgurante, más potente y perturbadora, plásticamente mucho más deslumbrante, los temas y los actores de la primera (a los dos intérpretes principales de Boy Meets Girl se añadió una jovencísima Juliette Binoche), e introducía ya una tonalidad más dramática y desgarrada, más trágica y más relacionada con los submundos de la droga y la vagabundia, con lo que ratificó las promesas de Boy Meets Girl a otra escala, más grandiosa y en color, más febril (más Nicholas Ray, más Godard años 60). Pese a que varias de las novedades de esta conmovedora y exaltante película la hacían menos del gusto general que su predecesora, tuvo bastante buena acogida, y la carrera de Leos Carax parecía consolidarse.

Quizá por esos dos factores, el nuevo éxito y Juliette Binoche - sale Perrier y se mantiene Lavant -, en 1988 se embarcó Carax en el ambicioso y costoso proyecto (pues requería la construcción de unos decorados espectaculares) de Les amants du Pont-Neuf, clara prolongación exacerbada al límite, mucho más cruda y desesperada todavía que Mauvais sang, más Jean Vigo aún - más Vigo que el propio Vigo -, y cuyo rodaje - complicado, conflictivo y plagado de accidentes - se vió interrumpido y postpuesto hasta lograr financiación adicional, terminándose unos tres años después de iniciado. El presupuesto se disparó, naturalmente, y empezaron a lloverle críticas y ataques antes incluso de que el film estuviese terminado, siendo violentamente criticado, con contadas excepciones, en el momento de su estreno. Lógicamente, el saldo económico fue desastroso, y Carax ingresó a los 31 años, sospecho que en el primer puesto, en la « lista negra » secreta de la industria francesa.

Tras ocho años sin rodar más que un corto (tras seis de espera) apenas visto y sin título (que, por lo demás, demuestra que su talento permanecía intacto), Carax consiguió volver a filmar un largo, Pola X, igualmente magnífico (aunque quizá no tanto como Les amants du Pont-Neuf) y en una línea, a fin de cuentas, muy similar, aunque con más personajes, y tan poco alegre como las películas de Sharunas Bartas, por mucho que los actores fuesen otros (Guillaume Depardieu, Katerina Golubeva y Catherine Deneuve, sobre todo) y que se tratase de una adaptación peculiarísima y muy libre de la mejor novela del norteamericano Herman Melville (sí, el autor de Moby Dick); existe también una versión televisiva - que no sé si es realmente una obra distinta o simplemente un montaje diferente, de unas tres horas, pues no he logrado verla - que conserva, al menos, el título del libro, Pierre ou les ambiguïtés.

Como Pola X tampoco fue bien recibida ni tuvo éxito, ahí parece haberse quedado, por ahora al menos, la carrera de Leos Carax como realizador de largometrajes. Desde entonces, ha sobrevivido - si no se ha sumergido en un proceso de clochardisation, como el personaje que interpreta Denis Lavant en Les amants du Pont-Neuf y Merde – realizando videoclips musicales (muy notables, con el mismo sentido del espacio y de la tensión que sus largos, en particular Quelq’un m’a dit y Tout le monde, con Carla Bruni) y otros cortos de encargo, de los cuales el más largo y difundido es el agresivo y excelente episodio (cómicamente apocalíptico) Merde, incluído en el largo colectivo Tokyo! (2008).

Es curioso que en los tres casos (el de Carax y los de los otros dos grandes cineastas, todos muy diferentes, que me han venido a la mente) la « sanción » del establishment (pues incluye al grueso de la crítica, no sólo a los agentes comerciales del cine) se haya producido con su tercera película (y desde antes de que pudiera verse), que casualmente, en los tres casos, me parece artísticamente la mejor de sus respectivas filmografías; aunque los tres (y cuantitativamente sobre todo Cimino) hayan demostrado con posterioridad, a veces tras largas etapas de inactividad forzosa, que todavía no han sido destruídos, y que su talento sigue vivo (aunque a veces, qué remedio, dedicado a empresas menores, casi sin coste ni difusión), ninguno ha logrado reemprender nuevamente su obra, como si hubiesen sido « cancelados » sus permisos para decir algo nuevo y hacer una obra maestra audaz, inhabitual, emocionante y llena de sentido del cine. Piénsese en la conspiración de desdén o silencio, o de acusaciones injustificadas, que ha « saludado » - como si le hubieran retirado todo crédito - cada uno de los largometrajes de Cimino (incluso a pesar a la evidente grandeza de The Sunchaser) o el único de Carax posterior al desastre. ¿Es casualidad o síntoma revelador? Sí temo que, retirado Cimino, y casi a estas alturas de su vida Erice, hayan conseguido enfriar su entusiasmo y su pasión por el cine, como temo que a Carax le hayan amargado, por lo que el desafío casi orgullosamente suicida de Merde indica. Sin duda, la industria necesita dejar fuera de la circulación a los verdaderos creadores para que puedan prosperar los suplantadores, los simuladores y los falsificadores (son tantos y tan venerados que mejor ni los nombro) que hoy triunfan con facilidad y, para colmo, entre los elogios unánimes y cada vez más cursis de una crítica mayoritariamente ciega y sorda, que no piensa para mejor escribir al dictado de las modas.

[1] Escrito en noviembre de 2011 [n.d.e.].

 

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