LES PASSAGERS
por Miguel Marías


No es nada habitual que un director progrese y madure de obra en obra, superando la anterior cada vez que logra rodar una nueva. Observo que sucede, sobre todo, cuando entre ellas hay una separación temporal notable, casi nunca deseada, y hacen menos de las que querrían, pocas en total. Los que verdaderamente son cineastas lo son también cuando no consiguen rodar, y actúan, miran y piensan como tales. Las películas que no llegaron a filmar quedan soterradas, como en una elipsis, y permanecen invisibles, pero dejan una huella, son parte del camino recorrido, y se incorporan al fondo de las que finalmente hacen, son de algún modo su fundamento, sus cimientos, el fantasma que las habita.

El caso de Jean-Claude Guiguet (1948-2005) se agrava por su muerte prematura, que reduce el peso cuantitativo y las dimensiones, el radio de acción, la cobertura de su obra, que hubiera podido ser más amplia, pero es para mí uno de los más claros ejemplos de progreso (como la de Víctor Erice) de las últimas décadas. Sobre todo sus dos últimas películas, que ni son las más famosas (de un cineasta hoy olvidado, si no escandalosamente desconocido) ni las que más éxito (siempre relativo y casi estrictamente francés) tuvieron en su momento, tal vez superadas en eso por las dos primeras: simplemente, porque corrían aún otros tiempos, de público más abierto y tolerante, de más interés general por el cine y mayor curiosidad por los desconocidos y los recién llegados, de crítica menos conformista y reaccionaria. Aclaro que mi valoración es totalmente subjetiva, no podría ser “objetiva” y mía; pero es la única que puedo aportar y trasmitir con fidelidad (si es que acierto a dar con las palabras y la estructura adecuadas, que no es fácil).

Los dos primeros largos de Guiguet son, conste, muy buenos; bastante superior, a mi entender, el segundo, Faubourg St Martin (1986), por ser más audaz y homogéneamente melodramático, que el primero, Les belles manières (1978), menos claro y controlado, y aún más pobre. Tras los ocho años de espera que indican estas fechas, seis más separan el segundo del tercero y otros seis el tercero del que habría de ser el último, pero entre Le mirage (1992) y Les passagers (1999) hay quizá más continuidad. La pareja inicial pertenece a un cine más bien otoñal/invernal, nocturno, húmedo, inhóspito, rodado en estudio, predominantemente de de interiores, apoyado en convenciones melodramáticas, deliberada y hasta desafiantemente “anticuado”. A quienes no conozcan el cine de Jean Grémillon quizá les recuerde el de Marcel Carné. La pareja final es luminosa, solar, en exteriores e interiores naturales, con una presencia fuerte del paisaje (campestre o urbano), y todavía más musical.

Si bien todas tratan, en el fondo, de la enfermedad y la muerte, y se esfuerzan, diría yo, por no ser morbosas ni entreguistas, pero sin cerrar los ojos a la realidad ni desterrar de la memoria ni el pasado ni el futuro, porque también hablan del amor en todas sus manifestaciones, las dos últimas son más veloces y fluidas (es curioso que tanto sus detractores como el propio director reprochasen lentitud a Le mirage, cuando en realidad ni el ritmo es lento - sólo pausado, para evitar la acumulación desordenada - ni hay vacío alguno, simplemente la acción es escasa y la violencia física nula) y de mayor intensidad dramática si cabe, lo que las hace considerablemente más emocionantes (sobre todo Le mirage, que podría calificarse de tragedia sublime, como los mejores melodramas de Sirk, Ophüls o Minnelli).

El propio Guiguet, visiblemente enfermo, comenta lúcida y modestamente sus largos en las entrevistas incluidas en cada uno de los DVDs editados por K Films. Él mismo individualiza como “un film loco” el último que hizo, sitúa certeramente en el afán de libertad su necesidad, e insiste en que para que un film basado en los fragmentos no cayese en la dispersión hubo de construir un doble armazón. No se puede resumir mejor la estructura móvil y digresiva montada sobre los raíles del tranvía con la ayuda de una de las pasajeras regulares que ejerce de narradora, comentando y enlazando a unos personajes con otros, en su mayoría esos desconocidos a los que vemos casi a diario los que hacemos largos recorridos en los transportes colectivos, y sobre los que tendemos a imaginar historias, a observar aparentes cambios de humor o aspecto. A través de este caleidoscopio de observaciones y ocasionales acompañamientos de algunos de ellos, que a veces nos conducen a otros o revelan sus secretos, su pasado o sus aspiraciones o temores, Guiguet nos ofrece, con la despreocupada falta de inhibición desplegada por Buñuel en alguna de sus obras finales o por Renoir en la última, Le petit théâtre de Jean Renoir (1969), su visión del mundo en 1998, una visión que pocos cineastas expusieron tan francamente por entonces y que hoy puede parecer profética, ya que en los doce años transcurridos cuanto la película denuncia se ha hecho más evidente, y todo ha ido a peor en las direcciones apuntadas.

Quizá lo más notable y extraordinario de Les passagers sea precisamente que no se deja derrotar por las tendencias alarmantes que detecta, y que a ellas opone su confianza en la fuerza residual, aunque quizá disminuida y minoritaria, de la pasión, la generosidad, la capacidad de sublevarse. Por eso su cierre, tras tantos paseos por la enfermedad y la muerte, la soledad y el olvido, el aislamiento y la incomunicación, los hospitales y los cementerios, encadena el avance incontenible del tranvía con el ascenso hacia la cumbre de las montañas de un teleférico, antes de cerrar en negro, prematuramente, una de las grandes obras cinematográficas de los años 90.


 

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