LES BELLES MANIÈRES
por Jesús Cortés
El debut de Jean-Claude Guiguet, con 39 años, siendo el segundo más veterano del desaparecido (todos están muertos, retirados o vencidos) grupo Diagonale (después de Paul Vecchiali y junto a Jean-Claude Biette, Jacques Davila, Noël Simsolo, y los más jóvenes Marie-Claude Treilhou y Gérard Frot-Coutaz), que iniciaban, sin grandes (o poco obvias) pretensiones renovadoras, una andadura dentro de una cinematografía de referencia, la francesa, con las aguas ya más calmadas, llegaba tras la efervescencia de hacía 20 años y las convulsiones de hacía 10.
El final de la década de los 70 había traído también los primeros trabajos de Catherine Breillat, Benoît Jacquot, Jean-Claude Brisseau o Nicolas Philibert, todavía hoy en activo y reconocidos (no muy justamente se podría pensar en relación a los méritos de cada cual) en lo que valen, que habían prolongado el efecto de la oleada que aparece alrededor de los acontecimientos de mayo del 68 (Garrel, Pialat, Doillon, Chantal Akerman, Comolli o Pierre Zucca). De los Diagonale en cambio no se acuerda ya casi nadie.
Hasta los que generacionalmente hablando, habían quedado entre dos aguas, como Jean Eustache o Raymond Depardon han gozado o gozan de mayor “justicia poética”.
Como opera prima, Les belles manières no parece suponer la culminación de años de pensamiento cinematográfico plasmado por fin, con visible gozo, en celuloide, como le ocurre a muchos films de la primera nueva ola: poder dedicarse por fin a lo que más se ama. Tampoco se inscribe en un clima propicio para manifestaciones culturales donde el cine había cobrado inusitado protagonismo, como las obras rodadas en las postrimerías del decenio anterior.
Les belles manières es un primer paso en todos los sentidos y un film extremadamente (y más contrastando con lo que vendría después) limitado, estanco, incluso claustrofóbico y mortecino, con lo que no es un boceto ni desde luego contiene todas las claves de su obra.
Es, sobre todo, el retrato del fracaso de una mujer, Hélène. Una mujer que no es la encarnación de ningún “concepto” muy del afecto del propio Guiguet, que ya en su segunda película, Faubourg St Martin, seis años después, creará un personaje que parece mucho más cercano (y sus siguientes films lo corroboran) a su propia concepción de la vida: la generosa y omnicomprensiva, liberal y experimentada directora de hotel que interpreta Patachou.
Hélène en cambio ha vivido y vive sin aprender nada de todo cuanto le acontece. Y no parece consciente hasta el último plano del film de cómo de desacompasada ha marchado respecto al curso de su propia vida.
Sus frases huecas, su hijo, enclaustrado voluntariamente en una habitación, con mil fobias, su amante, dramática y grandilocuentemente “despedido” por llegar siempre tarde (curiosamente con esta misma pareja protagonizó poco tiempo después Corps à coeur de Vecchiali, donde la representación y los “códigos” del amor son erradicados), su casa, un decorado que huele a naftalina donde toca el piano mientras a través de las ventanas se ven los sucios tejados de un París gris y finalmente Camille, el chico de provincias (con nombre de chica) que aloja a cambio de cualquier servicio doméstico y que en cierto sentido “adiestra”… todos conforman el contraplano de su vampírico carácter. El ingenuo Camille, el último en llegar, va a ser su particular Jonathan Harker.
Les belles manières no funciona dramáticamente - o si acaso, lo hace de forma demasiado teórica o quizá el actor que incorpora al chico no es capaz de transmitirlo - de manera acumulativa y eso lastra y hace sumamente sorprendente el brusco cambio de comportamiento de Camille, que hasta el plano anterior al suceso que hace virar la película, después de ir a comprar y no encontrar margaritas amarillas en la floristería (la dependienta, en una ironía sirkiana, confecciona una corona fúnebre), no parece experimentar hastío ni está muy empeñado en vivir a su manera; se ha adaptado obedientemente - parece cualquier cosa menos potencialmente subversivo - a todas las costumbres derivadas de su nueva situación. Ni siquiera se rebela cuando es atacado por unos ladrones, como si estuviese sedado, impedido para defenderse de sus agresores. Ella lo cura y acuna como un bebé.
Quizá piensa Guiguet, no sé si con algún elemento autobiográfico de por medio, que tanta candidez como resultado de una “reeducación” sólo pueden terminar explotando así, por lo que Camille, inconscientemente, sólo acertará a “vengarse” del reflejo de ella, de aquello que supone todo cuanto físicamente lo sustenta, su casa.
Apenas un momento de ironía ante el espejo, utilizando sus perfumes, cuando imita el tono de voz de ella, es el único dato que podía hacer levantar sospechas mínimamente de hasta qué punto estaba sobrepasado por las “bellas maneras” de una clase que no es la suya.
Guiguet, como haría Bresson en L’argent, filma toda la parte final, sórdida y terrible, con una determinación casi coreografiada, sin romper el ritmo mantenido desde el principio. La justicia debe seguir su curso porque, como le dice el abogado a Hélène, todo es inevitable, el destino, pero también el proceso que pretende rehabilitar al descarriado. El film toma repentinamente un inesperado cariz socio-político.
Hélène, tan desconectada de la realidad como siempre, aunque esta vez le toque sufrir las consecuencias indirectas de sus actos, le manda bombones a la celda, como si fuese un familiar enfermo o se tratase de un compromiso social. Guiguet se ha encargado durante todo el film de potenciar el efecto de los gestos de ella, vacíos, exagerados, dirigidos a quien no vemos. Excepto la escena con su amante, nunca advertimos cómo es en realidad su vida social, de hecho ni siquiera la vemos andar por la calle. Guiguet rueda los planos que Fassbinder descartaría por intrascendentes.
Les belles manières no quiere escenificar ningún choque entre dos mundos, más bien se trata de un casual y nada provechoso encuentro. Hélène mira a Camille con curiosidad entomológica y afecto distanciado producto de su soledad, pues no sufre, como Danielle Darrieux en Une chambre en ville de Demy, el efecto de la - ni debe conocerla - lucha de clases. En todo caso, todos salen perdiendo.
Les belles manières no es, en definitiva, la mejor película para introducirse en el cine de Jean-Claude Guiguet. Su carrera es exponencial y cada obra superará a la anterior hasta culminar, y no parece que fuesen un punto de llegada, con las luminosas, expansivas, emocionantes, personalísimas Le mirage y Les passagers, dos de las mejores películas de esa década.
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