PERCUSIÓN
Y PRECISIÓN EN SAMUEL FULLER por Miguel Marías Se
calificó a Samuel Fuller, un poco precipitadamente y desde luego con carácter
de tanteo provisional, en los aún “pioneros” intentos de
aproximación a su poco conocida y nada respetada figura, allá por los años
60, de “primitivo”. Advierto, para no lanzar sobre él inmerecidas sospechas,
que no me refiero al artículo de
Luc Moullet en Cahiers du Cinéma nº
93, marzo de 1959, primer análisis serio de Fuller que, pese a una buena
colección de errores tácticos - respondía a ataques hoy olvidados - no menos
duraderos, sigue estando entre los mejores, junto al posterior (1964) de
Jacques Lourcelles en Présence du
Cinéma. Lo malo es que la etiqueta (como suele suceder con todo lo
“pegadizo”, simple y sonoro) se le adhirió al cuerpo para siempre, sin que
parezca haber modo de desprendérsela, ni siquiera cuando el autor de Merrill’s Marauders (1962) lleva unos
doce años enterrado y casi medio siglo después de que Andrew Sarris
escribiera en The American Cinema (1968)
su frase más desafortunada: “Fuller es un auténtico primitivo americano cuya obra tiene que ser vista para ser comprendida”. ¡Y yo que hubiera
pensado que cualquier película tenía que ser vista hasta para ser
malentendida! Cierto, el
Fuller de los primeros tiempos - desde su debut fulgurante en I Shot Jesse James (1949), un western anómalo (como todos los
suyos), y en The Steel Helmet y Fixed Bayonets! (ambas 1951), aunque
no tanto en las aún menos vistas The
Baron of Arizona (1950) y Park Row
(1952) - tiene algo del estilo brutalmente directo - pero sólo en apariencia tosco y elemental
-, por entonces “manifiestamente en desuso”, que solía atribuirse
(simplonamente, sin suficiente conocimiento de causa) a algunos de los
cineastas del mudo, cuando no se extendía - aún más abusivamente - a todos
ellos (como si tales adjetivos cuadraran lo más mínimo a Porter, Griffith,
Dwan, DeMille, Walsh, Francis y John Ford, Chaplin, Maurice Tourneur, George
Melford, Borzage, Browning, Keaton, King Vidor, Henry King, Stroheim,
Sternberg, Flaherty, Brenon, Clarence Brown, Karl Brown, William Wyler o
Monta Bell, no más que a los más europeos Lumière, Méliès, Stiller, Sjöström,
Feuillade, Lubitsch, Murnau, Lang, Dreyer, Hitchcock, Epstein o Pabst). Pero
como, al mismo tiempo, era Fuller decididamente un director no ya
manifiestamente sonoro y post-“wellesiano”, sino posterior a Y no sólo
porque Fuller, nacido en 1912, era aún relativamente joven, y más aún como
director de cine que como persona (pues cargaba ya sobre sus espaldas con una
notable biografía que contar y una variada y arriesgada experiencia
multiprofesional cuando empezó su nueva carrera), sino porque su enfoque,
aunque partiera del ejemplo de los clásicos (de Ford a Wellman, de Herbert
Brenon a Griffith, de Murnau a Walsh, de Gance a Borzage, de Lang a
Preminger), era - aún sin proponérselo - original e innovador, además de
ecléctico en su elección de recursos expresivos, por lo que tendía ya a
evolucionar hacia otro estilo, más brutal e impactante, más elíptico y
directo, más febril y sensacional que el considerado “clásico” (y
que, tal como se suele describir, no ha practicado nunca mas que el más
vulgar y menos inspirado de los artesanos). Fuller había hecho la guerra, y
no desde un despacho o un puente de mando; había cubierto como reportero de
calle la crónica de sucesos, sin librarse de los más espeluznantes. Había
visto mucho horror, mucha carnicería, mucha sangre y mucha muerte, y no
necesitaba buscar inspiración en novelas ajenas ni aprender de la vida en
otras películas. Tenía cosas que contar. Era
evidente - desde su primera película, y nunca cambió en eso - que Fuller
aspiraba a transmitir al espectador lo que había vivido y visto con la mayor
fuerza, presencia, energía y contundencia posibles. No para convencerle de
nada - no ha sido Fuller nunca portavoz ideológico ni predicador o vendedor a
domicilio -, ni para ganar dinero, sino por una patente búsqueda de la
eficacia en la comunicación: Fuller trata de ser ameno, rápido, económico y
claro para ser bien comprendido y evitar la redundancia. Esta consciencia autoral
- que le impulsó a procurar escribir, producir y dirigir sus películas
siempre que le fue posible - es lógico que despertase el interés y suscitase
la simpatía de ciertos jóvenes cinéfilos y críticos, más o menos iconoclastas
y (algunos) aspirantes a cineastas, de Moullet a Michel Mourlet y Lourcelles,
pasando por Jean-Luc Godard y Bertrand Tavernier, por no citar sino a unos
pocos de sus admiradores de la primera hora. Y no puede extrañar que Godard,
desde su primer largo, À bout de
souffle (1959), adoptase a Fuller como uno de sus modelos emblemáticos,
copiándole algún encuadre de Forty Guns
(1957), a modo de saludo y homenaje; le dio la palabra, como Sam Fuller en
persona, para que definiera el cine - “un campo de batalla […] en una
palabra, emoción” - en Pierrot le fou (1965); en 1966 le
dedicó, junto con Nicholas Ray, su despedida de Anna Karina y del amor y la
emulación del cine americano, Made in U.S.A.
Y hay que reconocer que Fuller interpreta con histriónico alborozo su propio
personaje, muy “de película” - bajito, expresivo, gesticulante, casi siempre
con un enorme puro o con una pipa entre los dientes -, diciendo “motor,
acción” (al menos una vez en su vida) con un disparo de revólver. No es raro
que se descubrieran esas afinidades, y otras luego (desde Wenders a
Kaurismäki; no tan explícitas, se pueden detectar hasta en algunos
americanos, como Michael Cimino y Abel Ferrara, quizá incluso Martin
Scorsese, Francis Ford Coppola, Brian De Palma, Michael Mann o John Flynn),
entre el ya maduro ex-periodista de Massachusetts y varias oleadas de
directores (y cinéfilos) sobre todo europeos (y mucho me ha extrañado siempre
que no fuera un ídolo en el Japón) más jóvenes, porque si algo define a
Fuller es su carácter espontáneamente inconformista e indomablemente
antiacademicista (no sorprende que Se diría
que están hechas con otros materiales: son más duras, ásperas, rasposas,
secas y rugosas, y dan la impresión (en realidad, engañosa) de basarse o
apoyarse en mayor medida en el montaje, simplemente porque lo que en general
- por principio o por costumbre - Hollywood tiende a disimular y alisar - y Como luego
Godard, Fuller se especializó desde el comienzo en hacer lo que no hacían los
demás y, a ser posible, lo que - en teoría, según normas no escritas pero
ciertamente vigentes, y por cuyo respeto velaban celosamente muchos
productores y sus más serviles capataces -, “no se podía (o debía) hacer”.
Planos larguísimos con múltiples posiciones de la cámara, travellings
épicamente vertiginosos, mezclados con montajes ultrarrápidos (con ritmo de
ráfaga de metralleta) de enormes primeros planos, como si estuviéramos en el
cine mudo soviético de Eisenstein, Pudovkín y Vertov, conexiones bruscas de
primeros planos con enormes planos generales, empleo del formato CinemaScope
olvidándose del manual de instrucciones, con saltos de eje y falsos raccords
convertidos en factor dinamizador, de desequilibrio, de contraste y de
sorpresa, grúas que parecen norias o tiovivos enloquecidos, aunque nunca
montañas rusas desbocadas como en el Kalazotov de Soy Cuba. Más allá de los aspectos formales y narrativos, no
existía aún la noción hoy opresiva y asfixiante de lo “políticamente
correcto”, pero ya empezaron a despellejar a Fuller, a diestra y siniestra,
porque se las apañaba siempre para hacer justo lo que no convenía, lo que no
era habitual y aceptado, lo que no estaba bien visto, lo más inoportuno, lo
menos “diplomático”, lo que no se reconocía públicamente ni en el campo de la
ficción. Se puede
encontrar, más que un paralelismo, cierta explicable afinidad, solidaridad o
simpatía entre Fuller y los más frecuentes moradores de sus encuadres. Pocos
de sus personajes son ejemplares, sólo tienen alguna nobleza, si acaso, y de
refilón, los de más bajo nivel social y reputación más dudosa, los menos
respetables y recomendables, los proscritos - como el trío protagonista de Pickup on South Street (1953): Jean
Peters, Richard Widmark y Thelma Ritter -, nunca los grandes prohombres, los
representantes de la jerarquía económica, social, política o religiosa, casi
siempre interesados, cobardes, falsos y corruptos, desde Barbara Stanwyck en Forty Guns pasando por Griff/Michael Dante en The Naked Kiss (1964) hasta cualquiera de los capataces del
crimen organizado de Underworld U.S.A. (1961).
La mayoría de los protagonistas fullerianos (y también sus amigos y acólitos)
son marginados sociales y perdedores, a menudo mestizos o defectores,
traidores a la bandera pero fieles a su verdadera causa, que libran guerras
personales por su cuenta y a su aire, sin importarles su propia
insignificancia y sus nulas posibilidades de éxito frente a enemigos mucho más
poderosos y con todavía menos escrúpulos. Los que a Fuller le caen bien son
rebeldes y resistentes, casi nunca victoriosos, sí, pero obstinados y
decididos, que no dan su brazo a torcer, y que sólo cambian de opinión o de
bando por convicción, aprendizaje o amor. Se contradicen y adoptan actitudes
ambiguas e incómodas porque son ellos mismos un campo de batalla portátil en
cuyo interior luchan ideas y sentimientos incompatibles o incoherentes, pero
igualmente sinceros y casi físicamente sentidos. Sí,
quizá no sepan explicarse con claridad - los ya citados de Pickup on South Street, Constance
Towers/Kelly en The Naked Kiss, los
de Verboten! (1958),
Rod Steiger en Run of the Arrow
(1957), John Ireland en I Shot Jesse
James - o no pueden hacerlo por el cargo de responsabilidad que ostentan -
Jeff Chandler/Merrill -, o por su inseguridad misma - Richard Basehart en Fixed Bayonets! - y se dejen llevar
por sus impulsos o por el descontento o el malestar, por la rabia y la
frustración, por el ansia de libertad o por el pánico. Y es eso
sin duda lo que ha dado pie para tratar a Fuller de anti-intelectual o
reprocharle la falta de coherencia de sus personajes, en una confusión entre
creador y criaturas que revela al mismo tiempo la general incompetencia de la
crítica y la condición de autor de Fuller. Olvidando, para llegar a tal
apreciación, que Fuller, además de ser uno de los escasos grandes cineastas
no ágrafos - sin que tal limitación impida que sean autores y magníficos
cineastas, pues supieron apañárselas, autoritaria o vampíricamente, para que
otros escribieran por y para ellos las historias que deseaban contar, y tal
como querían -, uno de los aún menos numerosos que han escrito novelas,
varias (no menos de once) y en general muy notables, en particular The Dark Page (1944). Claro que tal
omisión se ve favorecida por el hecho de que buena parte de las más recientes
no hayan sido publicadas sino muy tardíamente en inglés (y antes sólo en
traducciones francesas o españolas), y que muy pocos de los que han comentado
su obra se hayan molestado en leerlas, pese a ser algunas (como, por ejemplo,
Dead Pigeon on Beethovenstrasse y The Big Red One, que finalmente se han
editado en inglés) superiores a la versión cinematográfica del propio Fuller,
ya que a menudo las circunstancias y las condiciones de producción no le han
permitido realizar plenamente lo
que tan gráfica y dramáticamente había imaginado.
Aspecto
este, el de la imaginación, que
apenas se ha mencionado al escribir acerca del cine de Fuller, cuando es uno
de los elementos esenciales de su personalidad, del mismo modo que su
condición inequívoca de narrador. Ambos rasgos quedan evidenciados si se
confrontan las descripciones, gráficas y llenas de inventiva dramática, que
hace Fuller en numerosas entrevistas de algunas escenas, sobre todo arranques
de películas, tanto de las realizadas hacía ya mucho tiempo como las que
estaba proyectando hacer, y que suelen ser más sensacionales todavía que las
que podemos contemplar en la pantalla. Naturalmente, esta consideración de
Fuller como ante todo un escritor - antes de I Shot Jesse James había publicado cuatro novelas y se habían
llevado al cine diez argumentos o guiones suyos - que también hace películas
y las “escribe” con la cámara, la luz, el color, los cuerpos de los
actores, el ritmo y el espacio nos llevaría a un terreno sumamente
interesante e intrigante, que apenas esbozaré, con la esperanza de que algún
día alguien lo explore a fondo, y es el de la sorprendente relación de
paralelismo o parentesco existente entre Fuller y una serie de escritores
variopintos, que probablemente ni siquiera habría leído. A veces ha declarado
su pasión o admiración por Balzac, Goethe, Dostoievskií, Tolstoí, Stendhal,
Shakespeare, Proust o Maupassant, de quienes no es fácil advertir huella
alguna en su cine, pero yo lo veo más cerca de algunos franceses como Raymond
Roussel y Léon Bloy (en particular, en The
Big Red One), Paul Morand y Francis Carco, Louis-Ferdinand Céline y
Pierre Drieu El cine de
Fuller no se puede ver con calma y distanciación, con la perspectiva de un
espectador imparcial y sereno, cómodamente arrellanado en su butaca. No es un
cine para indiferentes, ni para quienes adoptan ante este arte un aire
condescendiente, de infundada superioridad o de desprecio. Fuller quiere
siempre - y suele lograrlo con creces - meternos en el pellejo de sus
personajes, hacernos compartir sus penalidades, sus aprietos, sus dudas y
dilemas; para ello nos sitúa en el centro del huracán, sometidos a intenso
fuego de mortero, donde casi sentimos el calor y el humo de las balas, los
lanzallamas, las bombas, el barro o la nieve sucia sobre la que reptan o se
arrastran. Aunque no sean “de guerra”, todas sus películas pertenecen al
género bélico o sus variantes (según el escenario): tal vez los que luchan a
vida o muerte sean bandas rivales de gángsters
o policías y delincuentes, en lugar de dos ejércitos regulares, pero su
organización es paralela, su modo de pensar y de actuar muy similar: véase la
planificación y ejecución de cada uno de los atracos armados de House of Bamboo (1955), o el sigiloso
reclutamiento de la tripulación del submarino de Hell and High Water (1954). Por eso, sea en el blanco y negro abstracto
y esencialista de un rodaje en estudio o en el color de unos exteriores
selváticos naturales, Fuller nos hace sentir el roce áspero del cuero o del
metal, de la roca o la arena, del pelo de un caballo sin silla, el sudor, el
calor o el frío, componiendo unas imágenes de una fuerza telúrica y sensorial
y de un volumen táctil como pocas veces se ha logrado en el cine. Que nos
entren los datos inmediatos de las circunstancias de los personajes por los
poros y los sentidos no excluye que también funcione el pensamiento, ni entre
ellos ni en nosotros los espectadores, que asistimos de cerca al drama, quizá
incómodos, demasiado próximos, pero sin peligro: a cambio, habremos de tener
más lucidez que los que están envueltos en el tiroteo, tratando de sobrevivir,
cegados por el humo y la confusión. Ha sido habilidad especial de Fuller
trasmitirnos con orden la impresión global del caos - ejemplos supremos de
esto serían Run of the Arrow, The Crimson Kimono (1959), Forty Guns y House of Bamboo -, incluso recomponer plano a plano la realidad
dinamitada en mil pedazos: China Gate
(1957), Shock Corridor (1963), la
manipulada Shark! (1969), The Big Red One (1980), White Dog (1982), o sus subvalorados
largos finales, Les Voleurs de la nuit
(1983, magnífica película que tiene sorprendentes puntos en común con Le diable probablement y anticipa L’argent) y Street of No Return. Que Fuller es brutal y violento, que los
personajes se golpean y hieren y maltratan incluso cuando se aman (Pickup on South Street), que hasta matan
a aquellos sin los que no pueden vivir (House
of Bamboo, Forty Guns), es
cierto, una obviedad que no es preciso subrayar. A condición de no olvidar
que también puede ser el más suave, acariciador, elegante y sutil de los
cineastas, casi mizoguchiano en sus modulaciones y deslizamientos, sobre todo
en The Crimson Kimono y en algunos
momentos de The Naked Kiss, House of
Bamboo, Pickup on South Street,
Park Row o Run of the Arrow.
Pero todo eso que antes se enumeraba entre los rasgos característicos de Fuller,
más que “primitivo”, es en realidad lo propio de la tragedia clásica, desde
los griegos a Marlowe o Shakespeare, y como dijo T. S. Eliot y recordó
sintéticamente Godard en Bande à part
(1964), “clásico=moderno”. |
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