EL PROVECHOSO EJERCICIO DE JOÃO BÉNARD DA COSTA por Miguel Marías Hay muy
eficaces y respetables directores, presidentes, “curadores” y hasta
programadores de cinemateca que pertenecen primariamente a la esfera de la
administración, la gestión, las finanzas, las relaciones públicas, los
servicios sociales, la docencia, la investigación académica, la archivística,
la biblioteconomía, la museística, la publicidad o la política, campos de los
que a veces proceden y a menudo retornan. No tengo, a priori, nada contra
ellos, pueden montar o reconstruir una filmoteca, hacer pujante y famoso un
museo del cine, lograr el apoyo de mecenas y patrocinadores que permitan la
pervivencia y el desarrollo de la institución. Pueden ser útiles y benéficos,
popularísimos activistas culturales, animadores sociales, hasta redentores de
potenciales adolescentes descarriados apartados por el cine de otras
adicciones más caras, peligrosas y dañinas. Pero, qué
le voy a hacer, a mí me gustan más aún los otros, más “piratas”, más longevos
en el cargo, en el que sin querer aspiran a eternizarse, a “morir con las
botas puestas”, y que por ello se labran fama de “totalitarios” o
dictatoriales - como muchos cineastas -; son menos explícitamente didácticos,
hasta cuando tienen facilidad de palabra y se prodigan en presentaciones.
Suelen tener, a veces desde el primer momento - y, si no, es cuestión de
tiempo - , como cantaba Georges Brassens, “la mauvaise réputation”, que no
les ofende y por la que no se inmutan. Verdaderos cinéfilos, serán capaces de
mentir, engañar, chantajear o robar, lo que haga falta, para salvar o
encontrar o conseguir una película, para conservarla y mostrarla a los demás.
No vacilarán en falsificar un documento, si fuera a menester, y como
inadecuadas burocracias tienden a hacer imprescindible. Serían capaces,
también, como ciertos cineastas - por ejemplo, Roberto Rossellini - para
hacer una película, de pactar con el diablo, si es el que tiene dinero o
poder. Hombres devorados y guiados por una pasión irrefrenable de amor al
cine, de afán de conocimiento, de ansia de compartir con los demás el placer
de la evidencia, el descubrimiento, la revelación, y de reivindicar del
olvido o la mala o escasa fama películas y autores. Estos
dragones de filmoteca, cuyo prototipo fue Henri Langlois, no están de paso.
Cuando llegan, como saben que su misión es eterna, fáustica y sísífica a la
vez, tratarán de quedarse, porque nunca darán por concluida su tarea; y no
por capricho ni perfeccionismo - el rescatador es por naturaleza resignado,
sabe que a veces una copia mala e incompleta es lo que hay, y es consciente
de lo mucho del cine que está perdido para siempre, por su propia fragilidad
material, por la incuria y la avaricia de muchos -, sino porque se ha
embarcado, a sabiendas, y si no pronto lo descubre, en una cruzada destinada
al fracaso, en términos estadísticos, y en la que las victorias son a menudo
pírricas. Cuántas películas se han recuperado de la nada, de la espesa niebla
del tiempo y la desmemoria, para que apenas nadie se moleste en verlas, y aún
menos reconozcan su valía. De estos
hombres, que a vez tienen algo de aristócratas extemporáneos y venidos a
menos, otro poco de bandidos y algo de autoritarios caudillos guerrilleros,
sin por ello dejar de tener una amplia cultura - nunca exclusivamente
cinematográfica, y creo que esto es decisivo -, a menudo labrada en
solitario, y una visión general de la historia que sólo se adquiere con el
trato directo y reiterado con las películas y un agudo sentido asociativo, y
de los que cada vez van quedando menos, se puede lamentar que sean una
especie en vías de extinción. Una creciente mayoría pensará (o hará propia
sin darle dos vueltas una difundida idea ajena) justamente lo contrario, que
está ya bien de “amateurs”, aficionados, amantes, intuitivos, apasionados,
curiosos, entusiastas, que hay que tecnificar y profesionalizarlo todo,
además de “despersonalizarlo”, y de hecho pueden amargar y obstaculizar, casi
siempre con cierto grado de éxito, los últimos años de esa lucha sin fin
contra múltiples obstáculos y enemigos. Dentro de esa tradición, entre la que
han abundado no sólo los creadores de cinematecas, sino también los que, más
tarde, han tenido que redefinirlas, actualizarlas, atraer nuevos públicos y
relanzar su actividad - que es, como decía Godard del cine, “luchar en dos
frentes” -, y precisamente por la fuerte personalidad de cada uno de sus
representantes más ilustres, ha habido no pocas veces celos, rivalidades,
desacuerdos, rencillas y enfrentamientos. Cada uno era de una manera
distinta, tenía sus rasgos distintivos, sus virtudes más destacadas, sus
defectos más criticados. Pocos reunían, porque pocas personas de cualquier
profesión lo hacen, todas las que pueden venir bien, aunque no sean todas
estrictamente imprescindibles, para capitanear con iniciativa y vigor una
cinemateca. João Bénard da Costa era una de las personalidades más admirables
que yo he tenido ocasión de conocer, con Langlois y Jacques Ledoux. No sólo
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